martes, noviembre 28, 2017

 

Hay una pintura que no conocía en absoluto solo en foto, hasta que ponga un pie en el Museo de Orsay, siempre me impactó fue precisamente La jeune fille et la mort, de Marianne Stokes, una alegoría de La muerte y la doncella de Franz Schubert, que, a su vez, había trabajado aquí una variación del tema de la danza macabra medieval. Schubert trabajó el asunto primero en un Lied, en 1817, y después en el famoso cuarteto de cuerdas, en 1824. 

Ante la imagen ofrecida por Stokes, lo inevitable es una sensación desesperada, hasta cierto punto trágica, igualmente dulce: la muerte está ahí, no importa la belleza, la juventud, ni siquiera la probable alma buena de la doncella: ha llegado su tiempo, un tiempo impostergable, la mano del espectro lo reitera. Al parecer, Schubert había inspirado su Lied en un poema de Matthias Claudius, la adaptación de Schubert se titula La canción de la muerte:

Das Mädchen:
Vorüber! Ach, vorüber!
Geh, wilder Knochenmann!
Ich bin noch jung! Geh, lieber,
Und rühre mich nicht an.
Und rühre mich nicht an.
Der Tod:
Gib deine Hand, du schön und zart Gebild!
Bin Freund, und komme nicht, zu strafen.
Sei gutes Muts! ich bin nicht wild,
Sollst sanft in meinen Armen schlafen!
La doncella:
¡Pasa de mí!, !Oh, pasa de mí!
¡Vete, fiero esqueleto!
¡Aún soy joven! Vete, querido,
Y no me toques.
Y no me toques.
La muerte:
Dame tu mano, preciosa y tierna figura
Soy un amigo, y no he venido a castigar
Ten buen ánimo, no soy fiero
¡Delicada has de dormir en mis brazos!

Cuando volvo a verla, un par de veces más, meses después, la sensación inicial fue la misma: una tensión del tiempo, contraste entre lo efímero de la doncella y la eternidad de la muerte, pero algo había cambiado. Me di cuenta que, contrario a lo que parece, contrario al "contenido" mortífero del tema, la joven estaba a salvo, nunca sería tocada por la sombría figura. Es irónico el modo en que los cuadros más severos y serios, al escucharlos con cuidado, cambian de semblante: el cuadro en realidad se burla de nosotros, ambos: la muerte y la doncella son cómplices aquí, pues son eternos, o si no eternos, al menos mucho más longevos que nosotros, las obras de arte –al igual que los dioses– tienen una esperanza de vida cifrada en siglos y milenios, frente a ellos, nuestra vida es la que se pudre en un abrir y cerrar de ojos. Ante la imagen, probablemente, del otro lado del marco, la situación sea la misma y a la vez la opuesta. Son los espectadores los que están al borde de la muerte, no la doncella. Lo que me recuerda esto que dice Georges Didi-Huberman:

«Ante una imagen –tan antigua como sea–, el presente no deja jamás de reconfigurarse por poco que el desasimiento de la mirada no haya cedido del todo el lugar a la costumbre infatuada del "especialista". Ante una imagen –tan reciente, tan contemporánea como sea–, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esa imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. En fin, ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ellas somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira.»

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