Querida familia:
Cuando leáis esta carta, espero estar durmiendo para siempre.
También espero que entendáis que eso era lo que yo quería desde hacía muchos años, y que hagáis lo que posible para que parezca que fue una muerte natural.
La persona a la que le pedí el favor de echar el contenido de las píldoras para dormir en el bote de sal de frutas fue uno de los niños que andaba por aquí, pero no era consciente de lo que estaba haciendo.
Si recordáis, había un bote con un poco de sal de frutas casi vacío. Allí mandé vaciar el polvo de las píldoras y lo dejé un tiempo con la excusa de que me hacían falta, para que no se pudiera saber quién fue. Después, tomarlas fue cosa fácil: al último que se quedó conmigo para darme la vuelta o para mirar la tele, antes de irse a acostar, le pedí un vaso de agua con un poco de sal de frutas, y me dio, sin saberlo, el contenido de las píldoras para dormir.
Por eso os digo que no hagáis preguntas a nadie. Llamad a mi médico, Carlos Peón. Si él certifica que fue muerte natural, romped esta carta y nada más, pero si por cualquier motivo que fuera me quisieran hacer una autopsia, entonces le enseñáis esta carta. ¡Creo que será lo suficientemente honrado como para no meteros en un juicio absurdo!
Repito que lo mejor que podéis hacer es no decir a nadie la verdad de que me tomé una sobredosis de somníferos, porque lo primero que la gente se preguntará es...¿quién me los dio?
Y por mucho que digáis la verdad, y aunque no haya ninguna denuncia, las malas lenguas, esa gente mezquina a la que sólo le interesa los chismes y calumniar, van a decir que fuisteis vosotros los que me disteis las píldoras, u otras calumnias peores.
Yo hubiera querido que el fin de mi estancia con vosotros hubiese sido de otra manera. Hubiera preferido contar con vuestra colaboración. Despedidme de todos, como quien se va de viaje una larga temporada, o como quien se marcha para navegar o emigra –ya que eso es la muerte, un sueño, o un viaje muy largo!
Pero nunca me fié. Siempre tuve miedo de que si le pedía a alguien que me hiciera lo que me hizo la inocencia de un niño, acabase –como acaban todos los secretos- siendo conocido por todo el mundo, o sea, un secreto público.
Espero que cuando me recordéis en alguna conversación de familia y os preguntéis los motivos, o el porqué, nunca se os ocurra dudar de que –a lo mejor- fue porque no me sentí bien tratado. ¡No es eso!
No se le puede dar más apoyo, más respeto, amor, cariño y calor humano solidario a nadie. Es decir, no se puede hacer nada más de lo que todos vosotros hicisteis por mí
Pero lo que no le podemos dar a nadie, por mucho que queramos, es la esperanza. Ésa sólo nace en el fondo de nosotros mismo. Yo perdí la mía el día en que me dijeron que no había nada más que hacer para curarme.
La vida tiene que tener un sentido. Y tiene sentido mientras esperamos algo. Casi nunca –o nunca- sabemos el qué, pero mientras disponemos de un cuerpo sensible y vivo que nos posibilita disfrutar del sentido de la libertad que nos da su movimiento, siempre tendremos esa sensación de poder ir de un horizonte a otro, en busca de ese algo indefinido y maravilloso que nos librará de la rutina y del monótono cansancio de luchar para vivir de una manera normal.
Vivir es como jugar a la lotería. Si lo pensamos bien, sabemos que las posibilidades de que nos toque la felicidad que queremos son de una entre un millón, diez o veinte, pero seguimos jugando porque hay una posibilidad. ¡Queda lugar para la esperanza! Pero si nos quedamos sin el cuerpo, es como si nos quedásemos con la pírrica esperanza de que nos pueda tocar una miserable pedrea, pero nunca un premio importante. Puede haber quien quiera jugar a eso, pero yo no. Yo quiero jugar a esa lotería prohibida, a la de la muerte. Tal vez más allá de la vida haya otra lotería, y si jugamos a ella –a lo mejor- puede tocarnos un premio de los importantes. ¡Hay una esperanza en la incertidumbre!
Cuando empecé los trámites para reclamar por la vía judicial el derecho a una muerte voluntaria, todos simplificabais el asunto con la frase: ¡Según parece quiere morir!
Nadie quiere morir, pero si nos encontramos en un cruce de caminos y ya conocemos lo horrible que es uno de ellos, lo más lógico será seguir por el otro, porque aunque no lo sabemos, tenemos la esperanza de que pueda ser mejor.
Eso fue lo que yo decidí: el camino que me esperaba era –como fue hasta aquí- horrible. Entonces decidí irme por el otro.
Me llevo un hermoso recuerdo de vosotros, y espero que conservéis lo mismo de mí.
Si me queréis –y yo sé que sí- debéis alegraros en vez de poneros tristes, pues por fin se acabó mi pesadilla después de tantos años.
Morir no es más que acostarse para dormir un sueño muy largo. Que seáis felices cada uno en el resto de vuestro camino que os queda por delante. Si tenéis paciencia, serenidad y el ánimo alegre, estoy seguro de que así será.
La vida vale la pena vivirla mientras nos podemos valer por nosotros mismo; cuando no pueda ser así, es mejor terminarla, pues continuar no tiene sentido personal, y que nos fuese más fácil encontrar ayuda cuando la necesitamos. ¡Eso también sería una forma de amor!
Perdón por marcharme sin despedirme.
A veces demostraríamos más amor por una persona si le ofreciéramos ayuda para morir antes que para vivir.
Os quise lo mejor que supe y pude. Todos me quisisteis del mismo modo. Sólo puedo pagaros con la mayor muestra de gratitud: muriéndome. Y vosotros respetando mi voluntad.
FIN
Cuando leáis esta carta, espero estar durmiendo para siempre.
También espero que entendáis que eso era lo que yo quería desde hacía muchos años, y que hagáis lo que posible para que parezca que fue una muerte natural.
La persona a la que le pedí el favor de echar el contenido de las píldoras para dormir en el bote de sal de frutas fue uno de los niños que andaba por aquí, pero no era consciente de lo que estaba haciendo.
Si recordáis, había un bote con un poco de sal de frutas casi vacío. Allí mandé vaciar el polvo de las píldoras y lo dejé un tiempo con la excusa de que me hacían falta, para que no se pudiera saber quién fue. Después, tomarlas fue cosa fácil: al último que se quedó conmigo para darme la vuelta o para mirar la tele, antes de irse a acostar, le pedí un vaso de agua con un poco de sal de frutas, y me dio, sin saberlo, el contenido de las píldoras para dormir.
Por eso os digo que no hagáis preguntas a nadie. Llamad a mi médico, Carlos Peón. Si él certifica que fue muerte natural, romped esta carta y nada más, pero si por cualquier motivo que fuera me quisieran hacer una autopsia, entonces le enseñáis esta carta. ¡Creo que será lo suficientemente honrado como para no meteros en un juicio absurdo!
Repito que lo mejor que podéis hacer es no decir a nadie la verdad de que me tomé una sobredosis de somníferos, porque lo primero que la gente se preguntará es...¿quién me los dio?
Y por mucho que digáis la verdad, y aunque no haya ninguna denuncia, las malas lenguas, esa gente mezquina a la que sólo le interesa los chismes y calumniar, van a decir que fuisteis vosotros los que me disteis las píldoras, u otras calumnias peores.
Yo hubiera querido que el fin de mi estancia con vosotros hubiese sido de otra manera. Hubiera preferido contar con vuestra colaboración. Despedidme de todos, como quien se va de viaje una larga temporada, o como quien se marcha para navegar o emigra –ya que eso es la muerte, un sueño, o un viaje muy largo!
Pero nunca me fié. Siempre tuve miedo de que si le pedía a alguien que me hiciera lo que me hizo la inocencia de un niño, acabase –como acaban todos los secretos- siendo conocido por todo el mundo, o sea, un secreto público.
Espero que cuando me recordéis en alguna conversación de familia y os preguntéis los motivos, o el porqué, nunca se os ocurra dudar de que –a lo mejor- fue porque no me sentí bien tratado. ¡No es eso!
No se le puede dar más apoyo, más respeto, amor, cariño y calor humano solidario a nadie. Es decir, no se puede hacer nada más de lo que todos vosotros hicisteis por mí
Pero lo que no le podemos dar a nadie, por mucho que queramos, es la esperanza. Ésa sólo nace en el fondo de nosotros mismo. Yo perdí la mía el día en que me dijeron que no había nada más que hacer para curarme.
La vida tiene que tener un sentido. Y tiene sentido mientras esperamos algo. Casi nunca –o nunca- sabemos el qué, pero mientras disponemos de un cuerpo sensible y vivo que nos posibilita disfrutar del sentido de la libertad que nos da su movimiento, siempre tendremos esa sensación de poder ir de un horizonte a otro, en busca de ese algo indefinido y maravilloso que nos librará de la rutina y del monótono cansancio de luchar para vivir de una manera normal.
Vivir es como jugar a la lotería. Si lo pensamos bien, sabemos que las posibilidades de que nos toque la felicidad que queremos son de una entre un millón, diez o veinte, pero seguimos jugando porque hay una posibilidad. ¡Queda lugar para la esperanza! Pero si nos quedamos sin el cuerpo, es como si nos quedásemos con la pírrica esperanza de que nos pueda tocar una miserable pedrea, pero nunca un premio importante. Puede haber quien quiera jugar a eso, pero yo no. Yo quiero jugar a esa lotería prohibida, a la de la muerte. Tal vez más allá de la vida haya otra lotería, y si jugamos a ella –a lo mejor- puede tocarnos un premio de los importantes. ¡Hay una esperanza en la incertidumbre!
Cuando empecé los trámites para reclamar por la vía judicial el derecho a una muerte voluntaria, todos simplificabais el asunto con la frase: ¡Según parece quiere morir!
Nadie quiere morir, pero si nos encontramos en un cruce de caminos y ya conocemos lo horrible que es uno de ellos, lo más lógico será seguir por el otro, porque aunque no lo sabemos, tenemos la esperanza de que pueda ser mejor.
Eso fue lo que yo decidí: el camino que me esperaba era –como fue hasta aquí- horrible. Entonces decidí irme por el otro.
Me llevo un hermoso recuerdo de vosotros, y espero que conservéis lo mismo de mí.
Si me queréis –y yo sé que sí- debéis alegraros en vez de poneros tristes, pues por fin se acabó mi pesadilla después de tantos años.
Morir no es más que acostarse para dormir un sueño muy largo. Que seáis felices cada uno en el resto de vuestro camino que os queda por delante. Si tenéis paciencia, serenidad y el ánimo alegre, estoy seguro de que así será.
La vida vale la pena vivirla mientras nos podemos valer por nosotros mismo; cuando no pueda ser así, es mejor terminarla, pues continuar no tiene sentido personal, y que nos fuese más fácil encontrar ayuda cuando la necesitamos. ¡Eso también sería una forma de amor!
Perdón por marcharme sin despedirme.
A veces demostraríamos más amor por una persona si le ofreciéramos ayuda para morir antes que para vivir.
Os quise lo mejor que supe y pude. Todos me quisisteis del mismo modo. Sólo puedo pagaros con la mayor muestra de gratitud: muriéndome. Y vosotros respetando mi voluntad.
FIN