sábado, marzo 17, 2018

En la Edad Media un cuarto de la población murió por peste negra. Los señores feudales cobraban tributos altísimos. El hambre se comía cada resquicio de vida que había resistido a las dos anteriores circunstancias. Las ciudades tardaron décadas en recuperar el esplendor del pasado clásico. La comunicación era realmente complicada pues pocos sabían y podían leer manuscritos en latín –el esperanto de la época-.
Ahora la población oscila de un lado a otro. Auguran que, junto a la gestión del agua, los movimientos migratorios serán los grandes problemas del futuro aunque quizá la previsión resulte demasiado optimista si una se asoma a las playas de Lesbos o a las fronteras que Europa cierra cada vez con más celo. Como antes.
La
muerte
pidió
que
la
cremaran
y
esparcieran
sus
cenizas
sobre
todos
los
vivos
El amor en la posmodernidad es una utopía colectiva que se expresa en y sobre los cuerpos y los sentimientos de las personas, y que, lejos de ser un instrumento de liberación colectiva, sirve como anestesiante social.
El amor hoy es un producto cultural de consumo que calma la sed de emociones y entretiene a las audiencias. Alrededor del amor ha surgido toda una industria y un estilo de vida que fomenta lo que H.D. Lawrence llamó “egoísmo a dúo”, una forma de relación basada en la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad del otro, la renuncia a la interdependencia personal, la ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, el enclaustramiento mutuo…

  Por eso creo que el amor, más que una realidad, es una utopía emocional de un mundo hambriento de emociones fuertes e intensas. En la posmodernidad existe un deseo de permanecer entretenido continuamente; probablemente la vida tediosa y mecanizada exacerba estas necesidades evasivas y escapistas. Esta utopía emocional individualizada surge además en lo que Lasch denomina la era del narcisismo; en ella las relaciones se basan en el egoísmo y el egocentrismo del individuo.