miércoles, julio 26, 2017

Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose. En vano se llamaría al Señor de las Sombras, el dispensador de una maldición precisa: se está enfermo sin enfermedad y se es réprobo sin vicios. La melancolía es el estado soñado del egoísmo: ningún objeto fuera de sí mismo, no más motivos de odio o de amor, sino esa misma caída en un fango languideciente, ese mismo revolverse de condenado sin infierno, esas mismas reiteraciones de un ardor de perecer... Mientras que la tristeza se contenta con un marco de fortuna, la melancolía precisa una orgía de espacio, un paisaje infinito para desplegar en él su gracia desagradable y vaporosa, su malestar sin contornos, que, por miedo a curar, teme un límite a su disolución y sus ondulaciones. Florece -la flor más extraña del amor propio- entre los venenos de los que extrae su savia y el vigor de todos sus desfallecimientos. Alimentándose de lo que la corrompe, esconde, bajo su nombre melodioso, el Orgullo de la Derrota y el Apiadamiento de sí mismo