lunes, octubre 03, 2016

Por mucho tiempo, tenía un miedo casi insoportable a la muerte. No sé muy bien que me lo provocaba, pero rozaba los nada deseables límites de la obsesión: no toleraba la idea desde ningún punto de vista. Jamás asistía a velorios, muchos menos sepelios. Evitaba el tema tanto como podía. Para mí, era un tema que no se tocaba, que era incapaz de analizar. Había una fina linea entre lo que creía podía suceder luego de la muerte y lo que había más allá, ese silencio de la definitiva desaparición de lo que consideraba identidad en el olvido. Un silencio eterno. La oscuridad que destruía toda razón, toda belleza, toda idea, toda simple iniciativa humana de vencerla. La caída final.
Probablemente, ese temor inaudito a la muerte me lo provocaba lo poco que sabía sobre la idea: aunque crecí en la tercera ciudad más peligrosa del mundo, la muerte se toca con más dramatismo que incluso reflexión o serenidad. M. suele decir que la cultura occidental le da demasiado importancia a la muerte y creo que tiene razón. Un poco de esa idea egocéntrica sobre nuestra existencia, el excesivo valor que adjudicamos a nuestra Individualidad. Y los ritos mortuorios lo confirman: El sepelio con el ataúd abierto, con el difunto bien visible para sus deudos. La larga noche en vigilia. Los gritos de dolor, públicos e irreprimibles. La larga ceremonia del sepelio. La costumbre parece insistir más en el dolor que se muestra, que la ausencia que se teme. Muy probablemente, haya sido esa idea del dolor, desgarrado y brutal, lo que me aterraba. Pero más allá de esa emoción desbordada, había una frontera de silencio. Lo que ocurre después, cuando el ataúd se cubre de tierra y los deudos vuelven a sus casas. Ese mutismo de la perdida definitiva. Eso sera para mi infinitamente más destructor que las lágrimas, los gritos agónicos de sufrimiento, las muestras visibles de desesperación. Había algo aterrador en las flores marchitándose. Secándose bajo el sol, o flotando sobre la lluvia. El tiempo transcurriendo hacia el olvido.

Recuerdo haber pensado en todas esas cosas, la tarde en que asistí al sepelio de ..... Traumatizado y abrumado por su muerte, recuerdo haber mirado la placa conmemorativa sin comprender que significaba. Leí su nombre y no lo reconocí. Vi a mi madre llorando, en brazos de mi padre, y fue una escena lejana, que miré entre brumas. Pero lo que me provocó nauseas de verdadera angustia, fue sostener un crisantemo entre las manos. Bajo la lluvia. Los pétalos rotos, húmedos. Cuando levanté los ojos y el cielo encapotado ondulo sobre mi, comprendí todo lo que no había logrado digerir durante esos dos días interminables: Abuela formaba parte del pasado. Viviría en mi mente. Ya no formaba parte del tiempo, del que corre hacia adelante. Sentí una frustración estremecedora, un hilo de sufrimiento helado que me dejó sin voz. Comprendí entonces el motivo por el cual la gente coloca lapidas y ramos frondosos de flores en las tumbas. Comprendí el motivo de los rezos, de volver cada cierto tiempo a mirar el nombre de quien amaste escrito sobre marmol. El consuelo de la ausencia, comprender el vacio sin nombre de la muerte, ese que es irrecuperable. Invencible. Que es mucho más real que las débiles promesas de cualquier religión por la vida eterna y Paraísos extraordinarios. La muerte que es un enorme silencio extiendose a todas partes a partir del dolor.

Pensé mucho en eso mientras recorría el Cementerio. Cámara en mano. La única manera como podría soportar enfrentarme a mis miedos. La única manera tolerable en que podría caminar por esa gran ciudad de la muerte - porque eso es de hecho, el Cementerio Una extensa necropolis - intentando asumir la idea de la ausencia de una forma totalmente nueva. Mire las largas caminerias solitarias, arrasadas por un sentimiento tan antiguo como la mente humana y al cual no pude darle nombre. Pero allí estaba: en los ángeles extraordinarios veteados de Moho, alzando sus alas rotas al cielo azul. O los Santos piadosos con las manos extendidas, recibiendo al difundo que yace bajo sus pies. Sentí con nitidez esa lucha contra lo definitivo ante un enorme Mausoleo, con su bóveda ribeteada en pan de Oro y sus rejas de metal bruñido. Incluso lo percibí con toda claridad frente a la tumba de la niña llamada Josefina.

Caminé temblando de miedo. Pero de pronto, el miedo se transformó en algo más. Fotografiando, captando ese silencio destruido, esa lejanía ausente de las palabras que dejaron de pronunciarse, de las historias perdidas y rotas, comprendí que el corazón del hombre no comprende por la muerte por su inocencia, por su necesidad insoportable de mirarse así mismo como inmutable. De pie, frente a un hermosisimo ángel de alas delicadas y manos extendidas, aprendí mucho más sobre la muerte que en llanto de los deudos, y el temor de los que recuerdan.
Pensé en esta otra ciudad, la de los muertos, de pie en la zona más alejada, con las cientos de esculturas y cruces a mis pies. Pensé en esta otra ciudad, donde habitan los olvidados. No en vano, el Cementerio ha sido testigo de buena parte de su historia. Y ahora solo hay escombros, de gran belleza por supuesto, pero escombros al fin. Quizás un bello cadaver de un sueño de eternidad que nunca llegó a cumplirse. Y quizás, no se cumpla jamás?
Vino la vrajitoare mi și dă-mi confort, da-mi buzele o vraja pentru a uita, de a simti, acest sânge este jertfa mea, vin in seara asta pentru a dansa pentru a speria de moarte
Y anoche dancé con el diablo
su aliento era intenso y seductor
un baile entre sombras y cánticos
su señora nos vio girar
y ella sonriente descendió
y las joyas de plata y ónix dejo ver
frente a la tenue luz
allí todos éramos uno
donde estuve yo no osare preguntar
pues aún no se si de un sueño se pudo tratar
mientras la rueda giraba a lo lejos pude vislumbrar
arriba y abajo a otros festejar
con viejas ropas de tiempos que desean olvidar
y un verde color iluminaba su andar
en qué momento me perdí no lo puedo recordar
solo susurros en la profunda oscuridad
sí, anoche dance con el diablo
y su luz me cegó
donde estuve yo no osare preguntar
pues aún no se si de un sueño se pudo tratar
solo sé que al despertar
vividos paisajes podía recordar
sí, anoche dancé con el diablo
y aún mis pies no paran de bailar
Si los objetos en la Edad Media pueden figurar en la pintura, es porque tienen un sentido, los objetos representados son todos símbolos.
Entre todos estos objetos simbólicos, el cráneo humano, símbolo de la muerte, es uno de los más corrientes. Se encuentra este memento mori (acuérdate de que vas a morir) entre los símbolos de las actividades humanas: saber, ciencia, riqueza, placeres, belleza... explica y simboliza la fragilidad y la brevedad de la vida, de que el tiempo pasa.
Si hay un infierno especial para los escritores sería forzosamente contemplar sus propias obras

El estado del alma.
De eso se trata en la vida.
Lo veo por la calle,
en esa muchedumbre de miradas
que se cruzan conmigo.

Y en esas sábanas limpias.
Y en cuanto alguien habla
lo primero que yo escucho
es el tono del alma.
Y hasta en el mínimo gesto
de los cuerpos
percibo lo que ocurre dentro
de su soledad, de su silencio.
El estado del alma:
de eso se trata también en el poema,
donde cobijo mi ser
y busco la felicidad de todo.