GAUVAIN Y LA DONCELLA DE LAS MANGAS PEQUEÑAS
Primeramente vio pasar por una landa una comitiva de caballeros, y le preguntó a un escudero, que iba solo detrás, llevando de la brida un caballo español y un escudo al cuello:
—Escudero, dime quiénes son estos que pasan por aquí.
Y le respondió:
—Señor, es Meliant de Liz, un caballero noble y valiente.
—¿Eres tú suyo?
—No; mi señor se llama Traé d'Anet, y no vale menos que él.
—A fe mía —dijo mi señor Gauvain—, que conozco bien a Traé d'Anet. ¿Adonde va? No me lo ocultes.
—Señor, va a un torneo que Meliant de Liz ha fijado contra Tiebaut de Tintaguel, y mi deseo sería que fuerais al castillo para luchar contra los de fuera.
—¡Dios! —exclamó entonces mi señor Gauvain—, ¿no fue Meliant de Liz criado en casa de Tiebaut?
—Sí, señor; así Dios me salve; su padre amó mucho a Tiebaut como amigo suyo, y tanto confió en él, que en su lecho de muerte le encomendó a su hijo, que era niño. Él lo crió y lo cuidó lo más cariñosamente que pudo, hasta que fue capaz de pedir y requerir el amor de una hija suya; y ella dijo que no le concedería su amor mientras fuera escudero. Y él, que anhelaba grandes empresas, se hizo armar caballero en seguida e insistió en su petición. "Ello no será en modo alguno —dijo la doncella—, a fe mía, hasta que, delante de mí, hayáis hecho tantas armas y justado tanto que mi amor os cueste caro; porque las cosas que se adquieren de balde no son tan dulces y sabrosas como las que se compran. Si queréis tener mi amor, concertad un torneo con mi Padre, porque quiero asegurarme bien de que mi amor estará bien colocado si lo pongo en vos." Y, tal como ella propuso, el torneo ha sido fijado, porque amor tiene tan gran señorío sobre aquellos que están bajo su dominio, que no osarían negarle nada que se dignase ordenarles. Muy indolente seríais vos si no entrarais en el recinto del castillo, pues si los queréis ayudar, tendrán gran necesidad de vos.
(VS. 4867-4955)
Y él le contestó:
—Vete, hermano, y sigue a tu señor, es lo más juicioso, y deja estar esto que dices.
Entonces él se marchó, y mi señor Gauvain siguió su camino, sin dejar de dirigirse a Tintaguel, pues no podía pasar por otro sitio.
Tiebaut había hecho reunir a todos sus parientes y primos, había llamado a sus vecinos, y todos habían acudido, poderosos y humildes, jóvenes y ancianos. Pero Tiebaut no había encontrado en su consejo privado aprobación para tornear con su señor (10), pues tenían mucho miedo que los quisiera destruir completamente, e hicieron amurallar bien el castillo y revocar todas sus entradas. Las puertas fueron amuralladas con piedras duras y mortero, y ya no se necesitó otro portero; sólo dejaron despejada una pequeña poterna, cuya puerta no era precisamente de vidrio, pues, para que fuera duradera, era de cobre, y se cerraba con una barra y había en ella el hierro que cabe en un carro.
Hacia esta puerta se dirigía mi señor Gauvain con toda su impedimenta, y por aquí tenía que pasar o volverse atrás, pues no había otra vía ni camino hasta siete leguas largas. Cuando vio que la poterna estaba cerrada, se metió en un prado vallado con estacas que había al pie de la torre, y desmontó al lado de una encina en la que colgó sus escudos. Lo veían la gente del castillo, la mayoría de la cual tenía gran pena porque se había suspendido el torneo. Pero había en el castillo un viejo vavasor, muy temido y muy sabio, poderoso por sus tierras y por su linaje, y que era creído en todo cuanto decía, cualquiera que fuera el resultado. Cuando los que llegaban le fueron mostrados desde lejos, antes de que hubiesen entrado en el prado cercado, fue a hablar a Tiebaut y le elijo:
—Señor, así Dios me salve, que he visto venir hacia aquí a dos caballeros que, a mi parecer, son compañeros del rey Artús. Dos prohombres tienen mucha categoría, y hasta uno solo puede vencer en un torneo. Por mi parte aconsejaría que fuéramos decididamente al torneo, pues tenéis buenos caballeros, buenos soldados y buenos arqueros que les matarán los caballos. Estoy seguro de que ven¬drán a tornear hacia esta puerta. Si su orgullo los trae hasta aquí, nuestra será la ganancia y de ellos la pérdida y el quebranto.
(VS. 4956-5047)
Siguiendo este consejo, Tiebaut permitió a todos que se armaran y que salieran armados los que quisiesen. Ahora se alegran los caballeros, y los escuderos corren a las armas y a los caballos y los ensillan. Y las damas y las doncellas van a sentarse en los sitios más altos para contemplar el torneo; y ven, debajo de ellas, en la esplanada, la impedimenta de mi señor Gauvain, y al principio se figuraron que había dos caballeros al advertir dos escudos colgados de la encina. Dicen que se han colocado arriba para verlo todo, y se consideran nacidas en buena hora porque podrán ver a estos dos caballeros que se armarán delante de ellas. Esto suponían unas, pero había otras que decían:
—¡Dios, señor mío! Este caballero lleva tanta impedimenta y tantos corceles que habría suficiente para dos, y no va con ningún compañero. ¿Qué hará con dos escudos? Nunca fue visto caballero que llevara dos escudos juntos.
Y les parece asombroso que, si aquel caballero va solo, lleve dos escudos. Mientras hablaban de este modo y los caballeros salían, la hija mayor de Tiebaut, la que había hecho concertar el torneo, subió a la parte alta de la torre. Con la mayor estaba la pe-queña, que vestía sus brazos tan graciosamente que era llamada la Doncella de las Mangas Pequeñas, pues las llevaba muy ceñidas. Junto con las dos hijas de Tiebaut subieron todas las damas y las doncellas. En aquel momento delante del castillo se reúne el torneo; y no había nadie tan apuesto como Meliant de Liz, a juicio de su amiga, que de¬cía a las damas de su alrededor:
—Señoras, no sabría mentiros, pero os aseguro que nunca vi ningún caballero que me gustara tanto como Meliant de Liz. ¿Hay mayor solaz y deleite que contemplar a tan hermoso caballero? Quien tan bien sabe conducirse, bien ha de montar a caballo y manejar lanza y escudo.
Y su hermana, que estaba sentada a su lado, le dijo que había otro más gallardo. Y aquélla se encolerizó tanto, que se levantó para pegarla, pero las damas la echaron hacia atrás, la detuvieron e impidieron que le diera, lo que le pesó mucho.
Y empieza el torneo, en el que se quebró mucha lanza, se dieron muchos golpes con las espadas y hubo muchos caballeros derribados. Sabed que al que justa con Meliant de Liz muy caro le cuesta, pues ante su lanza no hay quien resista sin caer por el duro suelo. Y si se le quiebra la lanza, asesta grandes golpes con la espada, y lo hace mejor que cuantos hay en una y en otra parte. Su amiga siente tanto gozo que no puede callarse, y dice:
—Señoras, ¡ved qué maravillas! Nunca visteis ni oísteis hablar de nada parecido. Ved aquí al más gallardo mozo que jamás vieron vuestros ojos, pues es el más hermoso y el que mejor lidia de todos los que hay en el torneo.
Y la pequeña dijo:
—Yo veo a otro que tal vez es más gallardo y mejor.
Y aquélla al punto, como encendida y fogosa, la interpela:
—¿Vos, chiquilla, habéis sido tan atrevida que por vuestra mala ventura habéis osado censurar a criatura que yo haya alabado? Tened esta bofetada, y guardaos de volverlo a hacer.
(VS. 5048-5126)
Y le pega de tal modo que le marca todos los dedos en el rostro. Las damas que están a su lado la reprenden mucho y se la quitan; y poco después vuelven a hablar entre ellas de mi señor Gauvain:
—¡Por Dios! —dice una de las doncellas—. El caballero que está debajo de aquel árbol, ¿qué espera, que no se arma?
Y otra más importuna les dice:
—Ha jurado la paz.
Y otra añade después:
—Es un mercader. No os figuréis que intervenga en el torneo. Todos estos caballos los trae para venderlos.
—No, es un banquero —dice la cuarta—. Y lo único que quiere es distribuir el caudal que lleva entre los pobres escuderos que hay por aquí. No creáis que os engaño: en estos sacos y en estas maletas hay moneda y vajilla.
—Tenéis muy mala lengua, en verdad —dice la pequeña—, y os equivocáis. ¿Os imagináis a un mercader con una lanza tan grande como la que lleva éste? Me tenéis muerta con las diabluras que decís. Por la fe que debo al Espíritu Santo, más parece un torneador que un mercader o un banquero. Es caballero, bien lo parece.
Y todas las damas le atajan:
—Tenéis razón, hermosa amiga: si lo parece es que no lo es. Pero finge serlo porque así se imagina defraudar los impuestos y los peajes. Es tonto y se cree listo, pues de ésta no pasa sin que sea preso como ladrón cogido y sorprendido en un robo vil y necio y que se le eche una soga al cuello.
Mi señor Gauvain oye claramente los escarnios que las damas dicen de él, y siente gran vergüenza y gran enojo; pero piensa, y tiene razón, que se le ha acusado de traición y que debe ir a defenderse; y que si no se presentara en la batalla, como ha jurado, deshonraría a él primero y después a todo su linaje. Y como temía la posibilidad de ser herido o preso, no había participado en el torneo, aunque tenía muchas ganas, pues ve que la pelea cada vez se hace más fuerte y mejora.
Meliant de Liz pide lanzas gruesas para atacar mejor. Y todo el día, hasta el atardecer, hubo torneo delante de la puerta. Quien algo ha ganado se lo lleva donde se figura tenerlo más a salvo. Las damas ven a un escudero gordo y calvo que agarraba un trozo de lanza y llevaba una cabezada al cuello. Una de las damas le llama necio y tonto, y le dice:
—Dios me valga, escudero, que sois un loco desatado, pues vais por la refriega rapiñando hierros de lanza, cabezadas, astillas y gruperas. ¿Así os equipáis de escudero? Quien tanto se rebaja, poco se aprecia a sí mismo. Veo muy cerca de vos, en este prado que está debajo de nosotras, una fortuna sin custodia ni defensa; y necio es quien no piensa en su provecho mientras puede conseguirlo. Ved al caballero más bondadoso que jamás ha existido, que no se movería aunque le pelaran los bigotes. No menospreciéis este botín, y proceded cuerdamente apoderándoos de todos estos caballos y del resto de la hacienda, que nadie os lo impedirá.
(VS. 5127-5229)
E inmediatamente aquél entró en el prado, dio a uno de los caballos con su trozo de lanza y dijo:
—Vasallo, ¿acaso no estáis bueno y sano que os habéis pasado todo el día aquí apostado, sin hacer absolutamente nada y sin falsar escudo ni quebrar lanza?
—Dime —le contesta—, ¿y a ti qué te importa? Tal vez llegarás a saber el motivo de la abstención; por mi cabeza, ahora no me dignaré explicártelo. Sal de aquí, sigue tu camino y ocúpate de lo tuyo.
Y se alejó de él en seguida, pues no era capaz de atreverse a insistir en cosa que lo enojara.
Se ha suspendido el torneo, y ha habido muchos caballeros prisioneros y muchos caballos muertos; y, si los de fuera se han llevado el mérito, los de dentro se han hecho con la ganancia. Al separarse por la noche, tras haberse comprometido a reunirse al día siguiente en el campo para tornear, entraron en el castillo los que de allí habían salido. Y también mi señor Gauvain, que entró detrás de la comitiva y encontró delante de la puerta al noble vavasor que había aconsejado a su señor que empezara el torneo; y con gracia y amabilidad le pidió que lo albergara.
—Señor —le contestó—, en este castillo tenéis albergue preparado. Descansad en él, si os place; si siguierais más adelante, hoy no encontraríais buen albergue, y por esto os ruego que os quedéis aquí.
—Gentil señor —le dijo Gauvain—, me quedaré agradeciéndooslo mucho, pues cosas peores he oído decir.
El vavasor se lo lleva a su casa y, hablando de esto y de aquello, le preguntó a qué se debía que durante todo el día no hubiera intervenido con sus armas en el torneo. Y él le dio cumplida razón: que se le acusaba de traición, y temía caer prisionero, o ser herido o maltrecho, lo que le impediría justificarse de la injuria, y le parecía que con su tardanza podría deshonrar a sí mismo y a todos sus amigos si no acudía a la hora en que la batalla había sido concertada. El vavasor se lo elogió mucho y le dijo que le parecía muy bien, pues si por esto se había inhibido del torneo, era muy razonable. Y lo acompaña hasta su casa, en la cual los dos desmontan.
Las gentes del castillo se dedican a inculparlo duramente y sostienen una gran discusión para decidir cómo su señor podría prenderlo. La hija mayor insiste en ello cuanto puede y sabe por odio a su hermana, y dice:
—Señor, bien sé que hoy nada habéis perdido, sino que creo que habéis ganado mucho más de lo que os imagináis, y os diré por qué. Erraríais si os limitarais a ordenar que vayan a prenderlo, pues no se atreverá a defenderlo quien lo ha entrado en esta villa, porque vive de malas supercherías. Lleva consigo lanzas y escudos y conduce caballos para parecer caballero y así defraudar en los impuestos, pues de esta suerte se finge exento cuando viaja con sus mercaderías. Dadle el premio que merece; está en casa de Garín, el hijo de Berta, que lo ha albergado. Por aquí pasó hace poco y vi que él lo llevaba hacia allá.
(VS. 5230-5317)
Así se esforzaba en que se le hiciera oprobio. Y el señor, al punto, monta y se encamina a la casa en que mi señor Gauvain vivía, porque quería ir en persona. Cuando la hija pequeña vio que se iba en tal disposición, salió por una puerta trasera, sin preocuparse de que se la viese, y se fue directamente al albergue de mi señor Gauvain, en casa de Garín, el hijo de Berta, que tenía dos hijas muy hermosas, Cuando vieron estas doncellas que su pequeña señora se acercaba, se sintieron obligadas a manifestar alegría, lo que hicieron sin disimulo. La tomaren por las manos y la recibieron con gran gozo besándole los ojos y la boca.
Garín, que no era pobre ni menesteroso, había vuelto a montar a caballo y, juntamente con su hijo Hermán, se dirigían a la corte, como de costumbre, porque querían hablar con su señor, pero lo encontraron en medio de la calle. El vavasor lo saludó y le preguntó dónde iba, y él le contestó que quería ir a recrearse a su casa.
—Por mi fe —dijo Garín—, que esto no me molesta ni me. desagrada: y vos podréis ver al más gallardo caballero de la tierra.
—Por mi fe —ataja el señor—, no es esto precisamente lo que pretendo, sino hacerlo prender. Es un mercader que viene a vender caballos y se hace pasar por caballero.
—¡Vaya! —dijo Garín—. De muy vil asunto me habláis. Yo soy vuestro vasallo y vos mi señor, pero aquí mismo os devuelvo vuestro homenaje. Ahora mismo os desafío, en mi nombre y en el de todo mi linaje, antes que tolerar que en mi casa hagáis a éste ninguna inconveniencia.
—Nunca pretendí hacerla, así Dios me valga —dice el señor—, y vuestra casa y vuestro huésped solo recibirán de mí honor; y no precisamente, a fe mía, porque me lo hayan aconsejado y haya sido amonestado.
—Muchas gracias —dice el vavasor—, y será para mí un gran honor si venís a ver a mi huésped. Se aproximan el uno al otro y se van juntos en seguida, hasta llegar a la casa donde estaba mi señor Gauvain. Cuando éste, que tenía muy buena crianza, lo vio, se levantó y dijo:
—Bien venido seáis.
Y los dos lo saludaron y se sentaron a su lado. Y el señor de aquel país le preguntó por qué durante todo el día, ya que había venido al torneo, se había abstenido de tornear. Y él, sin negarle que ello le había producido rubor y vergüenza, le cuenta acto seguido que un caballero lo acusaba de traición y que iba a una corte real a defenderse de ello.
—Justo motivo tuvisteis, sin duda alguna —dijo el señor—. Pero ¿dónde será esta batalla?
—Señor —contesta—, debo presentarme ante el rey de Escavalón, y voy por el camino más recto, me imagino.
(VS. 5318-5400)
—Yo os daré una escolta que os conducirá —dijo el señor—, Y como os será preciso pasar por una tierra muy pobre, os daré víveres, y caballos que los lleven.
Y mi señor Gauvain le responde que no tiene necesidad de aceptarlo; pues si los puede encontrar a la venta, tendrá gran abundancia de víveres, y también buen albergue y todo lo que necesite, vaya donde vaya, y que por esto no acepta el ofrecimiento.
En esto el señor se levanta para irse, pero al hacerlo ve venir por la otra parte a su hija pequeña, la cual inmediatamente abrazó a Gauvain por las piernas y le dijo:
—Gentil señor, escuchadme, que vengo a querellarme ante vos de mi hermana, que me ha pegado. Hacedme justicia, si os place.
Y mi señor Gauvain se quedó callado, porque no sabía a quién se refería, pero le pasó la mano por la cabeza. Y la doncella tira de él y le dice:
—Con vos hablo, gentil señor, y ante vos me querello de mi hermana, a la que no quiero ni amo porque por vos me ha hecho hoy una gran afrenta.
—¿Y a mí, hermosa, qué me atañe? —dice él—. ¿Qué justicia puedo haceros?
El señor, que ya se había despedido, al oír lo que su hija pedía le dijo:
—Hija, ¿quién os manda venir a querellaros ante los caballeros?
Y Gauvain preguntó:
—Amable señor, ¿ésta es, pues, hija vuestra?
—Sí —contesta el señor—, pero no hagáis caso de sus palabras. Es muy niña, una boba criatura alocada.
—Sí, pero yo sería muy grosero —dice mi señor Gauvain— si no escuchara lo que quiere. Decidme —añade—, niña mía dulce y buena, ¿qué justicia podría haceros de vuestra hermana, y cómo?
—Señor, sólo es preciso que mañana, por amor a mí, os plazca entrar armado en el torneo.
—Decidme, amiga querida, si alguna otra vez tuvisteis necesidad de requerir a algún caballero.
—Nunca, señor.
—No hagáis caso de lo que dice —interrumpe el señor—, y no escuchéis sus tonterías.
Y mi señor Gauvain le dijo:
—Señor, así Dios me ayude, ha dicho unas niñerías tan graciosas, como cuadra a doncella tan pequeña, que no se lo negaré; y ya que lo desea, mañana seré un rato su caballero.
—Os lo agradezco mucho, gentil señor caballero— dijo ella, que estaba tan contenta que se inclinó hasta sus pies.
Entonces se marcharon sin decir nada más. El señor coloca a su hija en el cuello del palafrén, y le pregunta por qué había surgido la querella. Y ella le cuenta la verdad de cabo a rabo, diciendo:
—Señor, me era muy desagradable oír a mi hermana que aseguraba que Meliant de Liz era el mejor y el más hermoso de todos. Y yo, que había visto abajo en el prado a este caballero, no pude evitar contradecirla afirmando que veía a uno más hermoso. Por esto mi hermana me llamó necia chiquilla y me zurró, y maldito sea el que le divirtió. Me dejaría cortar las dos trenzas hasta la nuca, lo que me afearía mucho, a cambio de que en el día de mañana mi caballero, en medio de la pelea, derri¬bara a Meliant de Liz. Se acabarían entonces los gritos de mi señora hermana, que hoy ha sostenido una gran discusión que enoja a todas las damas; pero a gran viento poca lluvia.
(VS. 5401-5493)
—Hermosa hija —le dice el señor—, os recomiendo y os permito, porque sería de gran cortesía, que le enviéis alguna prenda de amistad, sea una manga, sea una toca.
Y ella, que era muy inocente, le contesta:
—Muy de grado lo haré, si vos lo decís; pero mis mangas son tan pequeñas que no osaría enviarle una. Tal vez no la apreciaría en nada.
—Hija —dijo el señor — , ya pensaré en ello. Ahora callad, que estoy muy satisfecho.
Y así hablando la lleva entre sus brazos, y a ella le da gran placer que la abrace y la coja, hasta que llegan ante el palacio. Cuando la otra lo vio llegar llevando delante a la pequeña, sintió gran saña en su corazón y le dijo:
—Señor, ¿de dónde viene mi hermana, la Doncella de las Mangas Pequeñas? Ya sabe muchas mañas y muchas argucias, y se ha despabilado muy pronto. Pero ¿dónde la habéis llevado?
—¿Y a vos qué os importa? —contesta él—. Deberíais callaros, que ella vale más que vos, y le habéis tirado de las trenzas y pegado, lo que mucho me pesa. No habéis obrado como cortés.
Y se quedó muy turbada por la riña y reprimenda de su padre. Éste hizo sacar de un cofre una tela de seda bermeja, la hizo cortar y hacer una manga muy larga y holgada, y llamó a su hija y le dijo:
—Hija, levantaos mañana bien temprano e id al caballero antes de que; salga. Dadle por amor esta manga nueva, y que la lleve cuando vaya al torneo.
Y ella contesta a su padre que, en cuanto vea amanecer el alba clara, se despertará muy gustosa¬mente y se lavará y compondrá.
Tras estas palabras el padre se fue; y ella, que sentía gran gozo, rogó a todas sus acompañantes que no la dejaran dormir mucho por la mañana y que se apresuraran a despertarla así que vieran amanecer, si realmente querían su amor.
Lo cumplieron fielmente, pues en cuanto vieron por la madrugada quebrar el alba, la hicieron vestir y levantarse. La doncella se levantó temprano, y completamente sola se fue al albergue de mi señor Gauvain; pero no llegó tan pronto que no se hubiesen levantado ya todos para ir al monasterio a oír una misa que se cantó para ellos. La doncella aguardó en casa del vavasor hasta que hubieron rezado muy largamente y oído todo lo que debían oír. Y cuando regresaron del monasterio corrió hacia mi señor Gauvain y le dijo:
—Dios os salve y os dé honor en el día de hoy. Pero por mi amor llevad esta manga que os traigo.
(VS. 5494-5583)
—De buen grado la llevaré y mucho os lo agradezco, amiga —respondió mi señor Gauvain.
No tardó mucho que empezaran a armarse los caballeros, y a reunirse fuera de la villa, y por su parte las doncellas y todas las damas del castillo subieron a las murallas y vieron la llegada de las comitivas de caballeros fuertes y bravos. Adelantándose a todos Meliant de Liz galopa hacia la liza, y deja a sus compañeros retrasados dos yugadas y media. Cuando la amiga ve a su amigo, no puede callar la lengua, y dice:
—Señoras, venid a ver al que posee la fama y el señorío de la caballería.
Y mi señor Gauvain se precipita tanto como puede correr su caballo hacia aquel que no lo teme y que hace pedazos su lanza. Y mi señor Gauvain lo acomete, y le causa tal quebranto, que lo deja en tierra boca arriba. Tiende la mano hacia su caballo, lo agarra del freno, lo entrega a un paje y le dice que vaya con él a aquella por la cual tornea y le diga que le envía el primer botín que ha ganado aquel día, porque quiere que sea para ella. Y el paje lleva el caballo con su silla a la doncella, que desde una ventana de la torre había visto caer a Meliant de Liz, y decía:
—Hermana, ahora podéis ver por el suelo a Meliant de Liz, al que tanto ibais ponderando. Sólo el buen conocedor sabe alabar justamente: ahora se confirma lo que dije ayer, y ahora se ve bien claro, así Dios me salve, que hay quien vale más.
Y así, con toda la intención, va mortificando a su hermana, hasta el punto que la saca de quicio y dice:
—¡Cállate, chiquilla! Que si vuelvo a oírte decir una sola palabra, te daré tul bofetada que los pies no te aguantarán derecha.
—No tentéis a Dios, hermana —dice la doncella pequeña—, porque no es justo que me peguéis por haber dicho la verdad. Lo cierto es que yo lo he visto bien derribado, y vos tan bien como yo; y me parece que todavía no tiene fuerzas para levantarse. Y aunque reventéis, os debo añadir que no hay aquí dama que no lo vea pernear echado en el suelo.
La otra, que no podía soportarlo, le hubiera dado un cachete, pero las damas que estaban alrededor no le dejaron que la pegara. Entonces vieron venir al escudero, que llevaba el caballo cogido con la mano derecha, el cual, cuando encontró a la doncella sentada en una ventana, se lo ofreció. Le dio más de sesenta gracias, e hizo guardar el caballo. El paje fue a transmitir las gracias a su señor, el cual bien parecía ser el amo y señor del torneo, pues no hay caballero, por diestro que sea, que si le apunta con la lanza, no le suelte los estribos. Nunca había tenido tanta ansia de ganar corceles. Cuatro, que ganó con su esfuerzo, ofreció aquel día: el primero lo envió a la doncella pequeña; con el segundo correspondió a las atenciones de la mujer del vavasor, a quien le complació mucho; y las dos hijas de éste tuvieron el tercero y el cuarto.
(VS. 5584-5677)
Se da por acabado el torneo, y mi señor Gauvain regresa por la puerta llevándose la primacía de un campo y de otro. Todavía no era mediodía cuando salió de la liza. En su regreso acompañaba a mi señor Gauvain una gran comitiva de caballeros, de los que estaba llena la villa, y todos cuantos lo seguían preguntaban y querían saber quién era y de qué país. Frente a la puerta de su albergue encuen¬tra a la doncella, que en cuanto lo vio le sujetó el estribo, lo saludó y le dijo:
—Quinientas mil gracias, gentil señor.
Y él, que comprendió bien lo que quería decir, le respondió muy afable: .
—Doncella, mi cabeza estará llena de canas antes de que me desentienda de serviros, dondequiera que me halle. Por alejado que esté de vos, no habrá traba que me impida, si sé que me necesitáis, acudir en cuanto reciba el primer mensaje.
—Muchas gracias —dijo la doncella.
Así estaban hablando cuando llegó a la plaza el padre, que puso todo su empeño en que mi señor Gauvain se quedara aquella noche y se albergara en su casa; pero antes le pide y le ruega que, si lo tiene a bien, le diga su nombre. Mi señor Gauvain declinó la invitación y le dijo:
—Señor, me llamo Gauvain; jamás oculté mi nombre cuando me fue preguntado, pero nunca lo dije si antes no se me pedía.
Cuando el señor oyó que era mi señor Gauvain, su corazón se llenó de alegría y le dijo:
—Quedaos, señor, y admitid que esta noche os obsequie, que ayer no lo hice, y os puedo jurar que jamás vi caballero a quien quisiera honrar tanto.
Pero mi señor Gauvain no aceptó lo que tanto le rogaba. Y la doncella pequeña, que no era necia ni mala, le tomó el pie y se lo besó y lo encomendó a Dios. Mi señor Gauvain le preguntó con qué intención lo había hecho, y le respondió que le había besado el pie con el propósito de que se acordara de ella dondequiera que estuviera. Y él le dijo:
—No lo dudéis, pues así Dios me valga, hermosa amiga, desde que parta de aquí jamás os olvidaré.
Y entonces se marchó, después de haberse despedido de su huésped y de toda la gente, y todos lo encomendaron a Dios.