Fechas
hay, en el tiempo circular, en las que cada cierto ciclo las puertas se
abren. ¿Las puertas?, ¿qué puertas? ¿Las clásicas puertas del Otro
Mundo? Sí, también esas, pero, además se abren, se agrietan, se
estremecen, se entreabren, las puertas que dan paso a nuestra capacidad
de decir sin fingir y de hablar sin temer; y es entonces cuando nada
queda en los tinteros (¡si aún hubiera tinteros, ahhh!) y me doy permiso
de recordar la luz;
y como se filtra por las montañas,
como se derrama entre los colores,
como la nieve se convierte.
en el espejo del sueño.
Y el frío no es un puñal
que corta las mejillas,
sino el testimonio de que estoy vivo.
Y sí, apenas se acercan las fiestas de Jöl,
del clásico Solsticio, de la pobre Navidad estigmatizada,
recuerdo que no le temo al fuego
ni le temo al mar.
que aprendí a cantar cuando hace frío
y a llorar cuando las noches se rompen en el sol del amanecer.
Y
recuerdo, recuerdo sin que sepa donde nació el recuerdo, el día que
supe quien era el destino y el día que supe que los caminos siempre son
senderos que se entrecruzan, porque cada vez que dejo mi casa, cada vez
que regreso a ella, son otros los pasos y otro Oscar que vuelve. Peros
siempre regresa una parte de mí, y siempre, siempre, hay una parte de mí
que en las fiestas del Solsticio se aferra a la memoria de de los seres
queridos.