miércoles, diciembre 16, 2009

El espíritu moderno está tan lejos de los modos de pensamiento que hallaron expresión en el arte medieval como de los expresados en el arte oriental. Consideramos estas artes desde dos puntos de vista, ninguno de los cuales es válido: por un lado tenemos la opinión popular que cree en un «progreso» o «evolución» del arte y que sólo puede decir de un «primitivo» que «esto era antes de que supieran nada de anatomía», o del arte «salvaje», que no es «fiel a la naturaleza»; y por el otro tenemos el punto de vista refinado que ve todo el significado y el propósito de la obra en las superficies estéticas y en las relaciones entre las partes, y que sólo se interesa por nuestras reacciones emocionales ante esas superficies.

En cuanto al primero, sólo hay que decir que el realismo del arte renacentista y académico es exactamente aquello en que pensaba el filósofo medieval cuando hablaba de los que «no pueden concebir nada más noble que los cuerpos», esto es, que no saben otra cosa que anatomía. En cuanto al punto de vista refinado, que con razón rechaza el criterio de la semejanza y estima en mucho a los «primitivos», olvidamos que también acepta la concepción del «arte» como expresión de la emoción, y el término «estética» (literalmente, «teoría de la percepción sensorial y de las reacciones emocionales»), concepción y término que sólo han empezado a tener vigencia en los dos últimos siglos de humanismo. No nos damos cuenta de que al considerar el arte medieval (o antiguo, u oriental) desde estos ángulos, atribuimos nuestros propios sentimientos a unos hombres cuya idea del arte era completamente distinta de la nuestra, unos hombres que sostenían que «el arte tiene que ver con la cognición» y que separado del conocimiento no es nada; unos hombres que podían decir que «los cultos comprenden la razón fundamental del arte, mientras que lo incultos sólo conocen lo que les gusta», unos hombres para quienes el arte no era un fin, sino un medio para fines presentes de uso y goce y para el fin último de beatitud, identificado con la visión de Dios, cuya esencia es la causa de la belleza de todas las cosas. Esto no debe interpretarse erróneamente entendiendo que el arte medieval no era «sentido» o que no debía evocar una emoción, especialmente del tipo que llamamos admiración o maravilla. Por el contrario, la tarea de este arte no era sólo «enseñar», sino también «conmover para convencer»: y ninguna elocuencia puede conmover si el propio orador no se ha conmovido antes. Pero, mientras nosotros hacemos de una emoción estética el primero y último fin del arte, el hombre medieval se conmovía mucho más por el significado que iluminaba las formas que por las formas en sí: tal como el matemático que se entusiasma ante una fórmula elegante, no se entusiasma por su apariencia, sino por su economía. Según el punto de vista medieval, no se podía comprender nada que no se hubiera experimentado, o amado: un punto de vista muy alejado de nuestra supuestamente objetiva ciencia del arte y de la mera información sobre éste que se imparte habitualmente al estudiante.

El arte, desde el punto de vista medieval, era un tipo de conocimiento de acuerdo con el cual el artista imaginaba la forma o diseño de la obra que había que hacer, y mediante el cual reproducía esta forma en el material adecuado o disponible. El producto no era llamado «arte», sino «artefacto», una cosa «hecha con arte»; el arte permanece en el artista. Tampoco se hacía ninguna distinción entre «bellas» artes y artes «aplicadas», o entre arte «puro» y arte «decorativo». El arte estaba destinado a un «buen uso» y se «adaptaba a la circunstancia». El arte podía aplicarse a usos noble o comunes, era no era más o menos arte en un caso que en el otro. Nuestro empleo de la palabra «decorativo» habría parecido abusivo, como si hablásemos de simple sombrerería de señoras o de tapicería, pues todas las palabras que significan decoración en muchas lenguas, latín medieval incluido, se referían originariamente no a algo que podía añadirse a un producto y a terminado y eficaz simplemente para complacer al ojo o al oído, sino a la terminación de algo con lo que podía ser necesario para su funcionamiento, ya sea con respecto al espíritu o al cuerpo: una espada, por ejemplo, «adornaría» a un caballero, como la virtud «adorna» al alma o el conocimiento al espíritu.

Más que la belleza, el fin que se perseguía era la perfección. No había ninguna «estética», ninguna «psicología» del arte, sino sólo una retórica, o teoría de la belleza. Esta belleza era considerada como el poder de atracción de la perfección y se hacía consistir en la corrección, el orden o la armonía entre las partes (algunos dirán que esto significaba: en ciertas relaciones matemáticas ideales entre las partes) y en la claridad o iluminación, la huella de lo que San Buenaventura denomina «la luz de un arte mecánico». Nada que fuera inteligible podía haberse considerado bello. La fealdad era la falta de atractivo de lo informe y lo desordenado. El artista no era una clase especial de hombre, sino que cada hombre era una clase especial de artista. No le correspondía saber cómo hacer. El artista no consideraba su arte como una «auto-expresión», ni tampoco al patrón le interesaba su personalidad o su biografía. El artista era por regla general, y a menos que lo dejara de ser accidentalmente, anónimo; sólo firmaba su obra, si lo hacía, a modo de garantía: lo que importaba no era quién, sino qué se decía. No hubiera sido posible concebir unos derechos de autor en un medio donde todo el mundo daba por sentado que no puede haber propiedad en el terreno de las ideas, que son de quien las adopta: quienquiera que, de este modo, haga suya una idea, trabaja con originalidad y produce a partir de una fuente inmediata que está en su interior, por muchas veces que la misma idea haya podido ser expresada por otros antes que él o a su alrededor.

Tampoco era el patrón una clase especial de hombre, sino simplemente nuestro «consumidor». Este patrón era «el juez del arte»: no un crítico o un connaisseur en nuestro sentido académico, sino un hombre que conocía sus necesidades -tal como un carpintero sabe qué herramientas debe hacerle el herrero- y que podía distinguir una labor adecuada de otra inadecuada, cosa que el consumidor moderno no puede hacer. Esperaba del artista un producto que funcionara, y no algún jeu d´esprit particulier. Nuestro entendidos, cuyo interés se dirige principalmente a la personalidad del artista tal como se expresa en el estilo -el accidente y no la esencia del arte- pretenden juzgar el arte medieval sin tener en cuenta sus razones, y no hacen caso de la iconografía en la que estas razones están claramente reflejadas. Pero, ¿quién puede juzgar si una cosa ha sido «bien»hecha o dicha, y así distinguir lo bueno de lo malo, tal como lo juzga el arte, si no sabe perfectamente qué se había que decir o hacer?

El simbolismo cristiano, al que Emile Mâle calificó de «cálculo», no era el lenguaje particular de ningún individuo, siglo o nación, sino particularmente cristiano o europeo. Si del arte se ha dicho, con razón, que es un lenguaje universal, no es porque las facultades sensitivas de todos los hombres les permiten identificar lo que ven, de modo que pueden decir «esto representa un hombre» tanto si la obra la ha realizado un escocés como un chino, sino a causa de la universalidad del «simbolismo» adecuado con el cual sus significados se han expresado. Pero el que exista un lenguaje del arte universalmente inteligible no significa que todos podamos leerlo, así como el hecho de que en la Edad Media el latín se hablara en toda Europa no significa que los europeos puedan hablarlo hoy. El lenguaje del arte es un lenguaje que debemos volver a aprender si queremos entender el arte medieval y no simplemente registrar nuestras reacciones ante él. Y esta es nuestra última palabra: que comprender el arte medieval exige más que un moderno «curso de apreciación del arte»: exige una comprensión del espíritu de la Edad Media, el espíritu del cristianismo y, en último análisis, el espíritu de lo que, acertadamente, se ha denominado la «Philosophia Perennis» o «Tradición universal y unánime», de la que San Agustín habló como de«una sabiduría que no ha sido creada, sino que es ahora lo que siempre fue y siempre será»; una pizca de la cual abrirá las puertas hacia la comprensión y el goce de cualquier arte tradicional, ya sea el de la Edad Media, el de Oriente, o el «popular» de cualquier parte del mundo.