miércoles, octubre 09, 2019

“El cilenio Hermes llamaba las almas (psychàs) de los pretendientes, teniendo en su mano la hermosa áurea vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que duermen. Empleábala entonces para mover o guiar las almas y éstas le seguían profiriendo estridentes gritos. Como los murciélagos revolotean chillando en lo más hondo de una vasta gruta si alguno de ellos se separa del racimo colgado de la peña, pues se traban los unos con los otros, de la misma suerte las almas andaban chillando y el benéfico Hermes, que las precedía, llevábalas por lóbregos senderos. Traspusieron en primer lugar las corrientes del Océano y la roca de Léucade, después las puertas del Sol y el país de los Sueños y pronto llegaron a la pradera de asfódelos donde residen las almas (psychaí), que son imágenes de los difuntos (eídõla kamóntõn)”.
La muerte ha sido representada por un esqueleto que empuña una guadaña con la que siega la vida de los hombres –inspirada en las parcas griegas–, o con un haz de flecha y arco, con el que lanza saetas e indica que día va a morir el elegido. Otra importante representación es la de la muerte en un carro con el que arrolla a los seres humanos, sin hacer distinción entre ellos. Esta idea surgió en Europa, durante la peste negra o peste bubónica, en que iconográficamente se representó a la muerte arrollando a los seres humanos sin distinguir entre pobres, ricos, jóvenes, viejos, hombres y mujeres, etc., o bien bailando con los miembros de la sociedad a quienes, luego de esa macabra danza, se llevaba a la tumba.
La iconografía de la muerte como esqueleto se desarrolló en el siglo XIII, y fue en el XIV cuando el esqueleto se estableció como la forma de la muerte personificada. En el siglo XVI el personaje es representado como esqueleto puro. La muerte arquera en nuestro país es un esqueleto armado de arco y flechas, que es una reminiscencia macabra de Cupido. Imágenes de ese tipo representan que la vida es fugaz, que nadie se salva de la muerte y que el tiempo del arrepentimiento se acaba.

"Si la muerte es no ser, ya le hemos vencido una vez: el día en que nacimos", dice Savater la mar de bien. Dos precisiones: ya la hemos vencido una vez y de una vez para siempre, porque siempre habremos sido, como poco. Y la vencimos antes: el día en que fuimos concebidos, ya seres humanos únicos, irrepetibles
La niña y el Cid
Cuando en la épica o en los cantares de gesta se filtra un rayo lírico, qué luz, y cómo esta alumba las adustas sombras de lo macizo y férreo. Por ejemplo, en ese pasaje del Poema del Cid que tan hermosamente recreó Manuel Machado en su "Castilla". Con selección de Abelardo Linares y prólogo (un texto recuperado de 1985) de Felipe Benítez Reyes, Renacimiento acaba de publicar una antología del sevillano. En sus páginas 32-33, esa emoción que formaba parte de Alma, libro compuesto por textos escritos entre 1898 y 1900.
Debe de ser de lo más antiguo que recuerdo del libro de lectura del colegio, y la que ahora sigue siendo niña -qué don, el de la poesía, que no le ha salido una sola cana- en aquel tiempo era, pálida y de ojos azules, mi coetánea. Pide al Campeador que por piedad siga su camino, que el rey castigará a su familia si se queda. Y lo hace con palabras que no quiero glosar por no empobrecerlas, resumidas en ese "¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!". Releyendo ahora el poema, las dos últimas estrofas me dejan otra vez y por un instante con nueve años en la Aneja, barrio de Nervión de Sevilla, descubriendo los placeres de leer:

Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: "¡En marcha!".
El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
Casi tres lustros después -y la niña igual de joven y desamparada- me llegó un eco del mismo episodio en el Canto III de Ezra Pound, quien en 1906 estuvo en España y pasó por Medinaceli. Conocedor del viejo poema castellano (no sé si del de Machado), Pound nos pinta lo sucedido, y hace que "una niña de nueve años" (así en español entre los versos en lengua inglesa) le muestre al Cid el edicto del rey prohibiendo que se le socorra.
Eugenio Montes recordaba cómo en Italia, ya muy viejo Pound, este le preguntó: "¿Cantan aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli?" Lo que yo oigo ahora, viniendo del hontanar profundo de la memoria más que de la página, son los versos de Machado bajo el sol ya de mediodía, ahora que me interno por mi tarde.
LAS CUATRO JERARQUÍAS DEMONÍACAS
Los “machinae” constituyen el estrato inferior de los demonios; habitualmente se los denomina “artefactos demoníacos”. Los “miles” son clases de demonio que emergen constantemente en la imaginación humana. Son demonios guerreros, que intervienen en enfrentamientos bélicos.
Por otra parte, los “incubi” son los encargados de expandir la raza demoníaca. Siembran el descontento y la podredumbre en el universo, se dedican a convertir inocentes en demonios. Son sumamente sagaces.
Por último, encontramos a los “lores”. Éstos son los jefes de la casta de Demonios. Su tamaño es mayor, de aspecto espantoso y sumamente malignos. Tienen a su cargo a varios demonios menores que utilizan de mensajeros e intercesores.