lunes, enero 09, 2017

Hay un poesía exuberante, barroca, que casi todo lo fía a la suntuosidad de las palabras, al discurso alambicado o muy formalista, y otra -sin eludir la posibilidad de que existan otras entre ambas- que avanza replegada, cortante, escueta, mutilada incluso.
Habito en la redención de la belleza,
en la transparencia de miradas,
en los postigos de la luz,
en las raíces del aire,
en el corazón de la madera,
en el perfil de la ternura,
en los vértices de la Vida,
en la cadencia del silencio.
Habito en los espejos de la infancia,
en el alma de mis huellas,
en los reflejos de la piel,
en los sueños del trapecista,
en la razón de la esperanza,
en las palabras del aprendiz,
en el eco de la voz,
en las orillas del recuerdo.
Habito en el latido de mis manos,
en el horizonte que me anhela,
en los versos que recorren el camino
y llegan de la Vida hasta tu aliento.
Me levanté hecho polvo. Me había desvelado la noche anterior hasta que la poesía vino a mi socorro. Pero no cuento que además le di al vino, mis muertos me ofrecieron unos tintos estupendos y yo no pude negarme, porque el vino es sagrado. Ya me vi locuaz e indiscreto, que es una señal de que conviene reprimirme.