Corría el año 1574. La ciudad de México se encontraba a la
expectativa de un grande y nuevo acontecimiento: un auto de fe, el
primero que celebraría en México. Un auto de fe era el castigo público
de los penitenciados por el Santo Tribunal de la Inquisición. Ya antes
había habido autos de fe desde tiempos de Fray Juan de Zumárraga y por
lo menos a un señor de Texcoco lo habían quemado por practicar
sacrificios humanos, pero no habían sido actos públicos ni habían tenido
pompa y solemnidad como la que se anunciaba para este acto.
El 12 de febrero se juntaron a cabildo los regidores de la ciudad
para disponer que se construyera un tablado para las señoras, los
señores e invitados que vendrían de ciudades vecinas a presenciar el
acto.
El santo oficio tenía lista la cárcel llena de judíos, luteranos,
brujas, hechiceros, bígamos y demás herejes enemigos de la religión y
las buenas costumbres. Y también, al igual que el cabildo, habían
ordenado construir un tablado con 15 días de anticipación.
Los
ruidos de la construcción alertaban la ciudad y todo se alistaba para
el 28 de febrero en que el auto de fe se celebraría en la plaza del
marqués del Valle y frente a la iglesia mayor.
Un día antes, en el patio del Santo Oficio se instruyó a los presos
sobre la forma en que deberían de marchar al tribunal y se les dotó de
sambenitos amarillos pintados con cruces encarnadas adelante y atrás y
no los dejaron ni dormir con tantos preparativos. En la mañana les
dieron tazas de vino tinto y rebanadas de pan frito en miel y luego
comenzaron a salir de la cárcel rumbo a la plaza. Separados, todos con
soga al cuello, con sus respectivos sambenitos y sosteniendo una vela
verde apagada. Dos españoles custodiaban por los lados a cada preso.
Oficiales del santo oficio, montados a caballo, abrían paso entre la
multitud de curiosos para que pasara la procesión de presos, llegaron al
tablado, subieron por dos escaleras y ocuparon sus asientos en el orden
en que iban a ser sentenciados. Por otras dos escaleras subieron el
virrey don Martín Enríquez de Almanza, la Audiencia y los inquisidores
don Pedro Moya Contreras y don Alfonso Fernández de Bonilla, luego unos
trescientos frailes dominicos, franciscanos y agustinos. La multitud
esperaba impaciente las sentencias. El secretario, Pedro de los Ríos,
restableció el silencio y empezó el sermón, predicado por Antonio
Morales de Medina, Caballero de la orden de Santiago y obispo de
Tlaxcala. No están de acuerdo los autores en el número de presos unos
dicen que eran 63 y otros dicen que fueron 80. Entre los presos había
una hechicera que había hecho venir a su marido desde Guatemala en el
espacio de dos días, tiempo que no era suficiente para recorrer dos mil
leguas, le preguntaron que por qué lo había hecho y dijo que para gozar
la hermosura de su rostro y su boca, siendo que era bien feo el viejo.
Uno de los presos, Mr. Miles Philips, recuerda: “tres quemados,
sesenta o sesenta y uno azotados y condenados a las galeras y siete a
servir en los conventos. Acercándose la noche llamaron a Jorge Rively,
Pedro Momfrie y Cornelio el irlandés y los condenaron a ser reducidos a
cenizas y los mandaron al lugar de la ejecución en la misma plaza del
mercado, cerca del tablado y rápido fueron quemados y consumidos. A los
demás sentenciados que éramos sesenta y ocho nos llevaron de nuevo a la
cárcel”.
Duró el acto desde las seis de la mañana a las cinco de la tarde.
Al día siguiente el pueblo presenció una escena que era el digno
remate de la ceremonia del día anterior. Muy de mañana sesenta reos
condenados a azotes y galeras, esperaban en uno de los patios del Santo
Tribunal la ejecución de las sentencias. Los caballos que los habían de
conducir estaban ya en el mismo patio.
El mismo Mr. Miles Philips recuerda que… Habiéndolos obligado a
montar desnudos de medio cuerpo arriba, los sacaron para servir de
espectáculo al pueblo por todas las principales calles de la ciudad; y
unos hombres destinados al efecto les aplicaron con unos largos látigos,
sobre los cuerpos desnudos y con la mayor crueldad, el número de azotes
señalado. Delante de los sentenciados iban dos pregoneros gritando:
“Mirad estos perros ingleses, luteranos, enemigos de Dios”; y por todo
el camino alguno de los mismos inquisidores y de los familiares de
aquella malvada cofradía gritaban a los verdugos: “Duro, duro, a esos
ingleses herejes, luteranos, enemigos de Dios”. Dado este horrible
espectáculo en torno de la ciudad, los volvieron a la casa de la
inquisición, con las espaldas chorreando sangre y llenas de verdugones,
los apearon de los caballos y los metieron de nuevo en la cárcel, donde
permanecieron hasta que fueron enviados a España a las galeras para
cumplir el resto de su condena”.