Un autorretrato te hace cínico. Con la forma en que comprendes la
imagen, la simbología que se utiliza para expresar ideas a través de
ella e incluso, su objetivo más notorio. Como un espejo engañoso, el
autorretrato es una mirada a las obsesiones de su autor pero también, a
la idealización que hace de ellas. Una gran trampa alegórica.
Lo
pienso con frecuencia: después de todo, mi trabajo fotográfico de
autorretrato analizo el interior con todas las herramientas que puedo,
visuales y semióticas. A veces una combinación de ambas cosas. No es
sencillo, tampoco tiene un objetivo. Supongo lo hago porque no sé hacer
otra cosa.
La mayor parte de los autorretratos que me tomo,
especulan sobre la muerte, una de las obsesiones más viejas en mi vida.
Dedico horas a imaginar la mortalidad desde lo simbólico. A elaborar
reflexiones profundas sobre ese terror tan antiguo en nuestra cultura(en
mi): la incertidumbre que provoca el pensamiento de la disolución
física, la caída en la oscuridad. ¿Qué propósito tiene la vida sin que
la muerte sea su reverso? ¿Qué ocurre con la identidad cuando dejamos de
existir? No es un cuestionamiento original ni mucho menos individual.
Pero en mi caso, la fotografía me ha permitido encontrar respuestas más o
menos elaboradas a ese temor antes o después, nos abruma a todos. Una
mirada a la fugacidad de mi vida desde el ritual de escenificar mi
muerte.
En mis fotografías, siempre tengo el aspecto de un cadáver.
Procuro imitar lo mejor que puedo cada tono de piel, expresión y
postura. Hay algo de mitológico, en eso de escenificar la propia muerte
mediante el arte. Una percepción casi mágica que brinda poder a la
imagen. O así me gusta imaginarlo, en todo caso: tendido en el suelo,
entre ramas secas y flores marchitas, miro la cámara e imagino de forma
muy vívida, que en realidad es la mirada del otro sobre mi cuerpo
cuerpo, la pérdida definitiva de la identidad ante la contemplación de
lo que la muerte puede representar. Me dejo llevar por la sensación, me
aferro a ella mientras escucho el sonoro clic de la cámara. Me quedo
inmóvil, los brazos retorcidos sobre el pecho y pienso que quizás, ese
último momento puede ser así: una osadía retorcida, el encuentro de
todas las viejas cuestiones sobre la naturaleza humana en una rara
percepción de la belleza.
Según los celtas, la muerte es el único
paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos
mil años de antigüedad pero parece describir mejor que cualquier otra la
percepción que aún se tiene sobre quizás el único concepto que el
hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo,
la muerte es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y
pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable, por el hecho
que es imposible ignorar a pesar de todos los intentos que hagamos para
lograrlo. La muerte, como tal, es un concepto integro, tal vez uno de
los pocos por completo absolutos que posee la realidad analizada como
forma de comprender la realidad.