La Odisea: Circe, la bruja dominadora de hombres
Ulises ve interrumpido su camino de regreso a Ítaca. Sus hombres están sedientos, el hambre también hace estragos en toda la tripulación. Algunos de ellos, al llegar a una isla, se aventuran al encuentro de provisiones. Pero su tardanza inquieta a Ulises, y éste sale en su búsqueda. El mensajero de los dioses, Mercurio, le advierte de los peligros a los que se va a enfrentar. Le ofrece unas yerbas para evitar los encantamientos de una especial mujer, que así como hermosa es sumamente peligrosa, es una hechicera, es Circe. Cuando llega a su encuentro, esta bruja intenta con todos sus artilugios hacer caer al héroe en su encantamiento. Imposible: Ulises tiene de su parte a los dioses. Al no poder convencerlo con filtros, artificios obligatorios en sus magias, Circe utiliza un último recurso: sus encantos femeninos. Y el héroe tiene que ceder ante tales ofrecimientos. Tal vez por ayudar a sus compañeros que habían sido transformados en cerdos, o tal vez porque un mortal no puede negarse ante los requerimientos amorosos de una diosa.
Es la historia del famoso encuentro entre Ulises y la maga Circe. Es La Odisea, conocido poema épico del siglo IX a. de C. atribuido a Homero. Su historia ha conformado un mito y, como tal, está cargado de símbolos. No es casual que la maga sea una mujer, y menos aún que sea hermosa y encantadora, en todo el sentido de la palabra. Es la dominadora de hombres, los utiliza, los transforma en el ser más repugnante e indeseable para el hombre, el cerdo. Se vale de todos sus filtros, sus pociones, de todas sus magias para hacer caer al héroe. Pero éste, inteligente, audaz, prototipo de todas las virtudes masculinas, no cae en las redes de esa mujer. Sin embargo ella es dueña de una arma infalible: su belleza. Tiene un cuerpo lleno de deseo incontenible, de lujuria. Y como nadie es lo suficientemente poderoso para huir de los deseos lúbricos de mujer alguna, entonces Ulises debe ceder y cae en las redes de esa encantadora hechicera.
Es la tradición griega. Ejemplos como el anterior existen en demasía. Pero todos tienen una característica evidente: el temor ancestral del género masculino hacia las mujeres. Ese respeto a la madre primigenia, matizado de miedo, deseo y envidia. No en vano son damas los sujetos propicios para tales estereotipos: de una belleza deslumbrante, de palabras encantadoras, dueñas de un conocimiento al que los hombres no podemos acceder. Se intenta contener lo incontrolable: la sexualidad femenina. ¿Qué alternativa queda? Restringir lo más posible su forma, estigmatizándola. Lo que no se entiende se le califica de peligroso. Lo que no se puede dominar hay que castigarlo. Son brujas, y como tales, su destino es la hoguera.
Ulises ve interrumpido su camino de regreso a Ítaca. Sus hombres están sedientos, el hambre también hace estragos en toda la tripulación. Algunos de ellos, al llegar a una isla, se aventuran al encuentro de provisiones. Pero su tardanza inquieta a Ulises, y éste sale en su búsqueda. El mensajero de los dioses, Mercurio, le advierte de los peligros a los que se va a enfrentar. Le ofrece unas yerbas para evitar los encantamientos de una especial mujer, que así como hermosa es sumamente peligrosa, es una hechicera, es Circe. Cuando llega a su encuentro, esta bruja intenta con todos sus artilugios hacer caer al héroe en su encantamiento. Imposible: Ulises tiene de su parte a los dioses. Al no poder convencerlo con filtros, artificios obligatorios en sus magias, Circe utiliza un último recurso: sus encantos femeninos. Y el héroe tiene que ceder ante tales ofrecimientos. Tal vez por ayudar a sus compañeros que habían sido transformados en cerdos, o tal vez porque un mortal no puede negarse ante los requerimientos amorosos de una diosa.
Es la historia del famoso encuentro entre Ulises y la maga Circe. Es La Odisea, conocido poema épico del siglo IX a. de C. atribuido a Homero. Su historia ha conformado un mito y, como tal, está cargado de símbolos. No es casual que la maga sea una mujer, y menos aún que sea hermosa y encantadora, en todo el sentido de la palabra. Es la dominadora de hombres, los utiliza, los transforma en el ser más repugnante e indeseable para el hombre, el cerdo. Se vale de todos sus filtros, sus pociones, de todas sus magias para hacer caer al héroe. Pero éste, inteligente, audaz, prototipo de todas las virtudes masculinas, no cae en las redes de esa mujer. Sin embargo ella es dueña de una arma infalible: su belleza. Tiene un cuerpo lleno de deseo incontenible, de lujuria. Y como nadie es lo suficientemente poderoso para huir de los deseos lúbricos de mujer alguna, entonces Ulises debe ceder y cae en las redes de esa encantadora hechicera.
Es la tradición griega. Ejemplos como el anterior existen en demasía. Pero todos tienen una característica evidente: el temor ancestral del género masculino hacia las mujeres. Ese respeto a la madre primigenia, matizado de miedo, deseo y envidia. No en vano son damas los sujetos propicios para tales estereotipos: de una belleza deslumbrante, de palabras encantadoras, dueñas de un conocimiento al que los hombres no podemos acceder. Se intenta contener lo incontrolable: la sexualidad femenina. ¿Qué alternativa queda? Restringir lo más posible su forma, estigmatizándola. Lo que no se entiende se le califica de peligroso. Lo que no se puede dominar hay que castigarlo. Son brujas, y como tales, su destino es la hoguera.
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