Si hay algo que caracteriza el deseo de querer morir, sin duda alguna es la inmediatez del acto, su esencia no durativa; los fragmentos de segundo del último de los grandes placeres meta o físicos (si por el contrario fuera, la acción prolongada de la búsqueda del fin sería hipocondría, alcoholismo o pulsión sexual) se configuran como tentativa de abrazar lo ajeno divinizado (o paganizado) bien en un don de vida, bien en un presente de muerte. La dama a la que se pretende entregar la penyora acepta alegremente el rol maligno de la historia, convirtiéndose en un objeto de culto mariano pero con la seductora proposición de ofrecer una última fracción temporal consagrada al orgasmo. No es de extrañar, pues, que ejecutivos y padres de familia aparezcan ahorcados de un árbol, en teoría, sin motivo aparente… ¿puede tratarse de conseguir adrenalina en tan sólo un momento, aquel que nunca se tuvo el valor de asumir en vida y que ahora representa un paso hacia delante, hacia el umbral del placer?
El suicidio no es más que un deseo onanista. Un éxtasis al margen del altruismo. El último eslabón de la corrupción física sadiana. Amar la muerte supone la no-búsqueda de una segunda vida. ¿Cabe entonces algún resquicio de neoplatonismo? Cuando la decrepitud alcanza los límites del desquicio, cuando el españolismo castizo incipiente demuestra que esa belleza mortuoria se alcanza mediante los cánones petrarquistas del amor éter(n)eo cuya única finalidad es acariciar el bajo vientre de voluptuosas lauras o beatrices, siempre quedará un espacio para las divinidades y los ídolos de barro y cartón piedra.
Decía Alan Watts que
dejarse caer hacia los falsos paraísos e infiernos de gore y lujuria insinuada; presentarse ante el como una colectividad consciente, no como un nombre propio; desperdiciar los últimos ratos del día en desquiciarse con urgencia y premeditación.
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