Por mucho tiempo, tenía un miedo casi insoportable a la muerte. No sé
muy bien que me lo provocaba, pero rozaba los nada deseables límites de
la obsesión: no toleraba la idea desde ningún punto de vista. Jamás
asistía a velorios, muchos menos sepelios. Evitaba el tema tanto como
podía. Para mí, era un tema que no se tocaba, que era incapaz de
analizar. Había una fina linea entre lo que creía podía suceder luego de
la muerte y lo que había más allá, ese silencio de la definitiva
desaparición de lo que consideraba identidad en el olvido. Un silencio
eterno. La oscuridad que destruía toda razón, toda belleza, toda idea,
toda simple iniciativa humana de vencerla. La caída final.
Probablemente, ese temor inaudito a la muerte me lo provocaba lo poco
que sabía sobre la idea: aunque crecí en la tercera ciudad más peligrosa
del mundo, la muerte se toca con más dramatismo que incluso reflexión o
serenidad. M. suele decir que la cultura occidental le da demasiado
importancia a la muerte y creo que tiene razón. Un poco de esa idea
egocéntrica sobre nuestra existencia, el excesivo valor que adjudicamos a
nuestra Individualidad. Y los ritos mortuorios lo confirman: El
sepelio con el ataúd abierto, con el difunto bien visible para sus
deudos. La larga noche en vigilia. Los gritos de dolor, públicos e
irreprimibles. La larga ceremonia del sepelio. La costumbre parece
insistir más en el dolor que se muestra, que la ausencia que se teme.
Muy probablemente, haya sido esa idea del dolor, desgarrado y brutal, lo
que me aterraba. Pero más allá de esa emoción desbordada, había una
frontera de silencio. Lo que ocurre después, cuando el ataúd se cubre de
tierra y los deudos vuelven a sus casas. Ese mutismo de la perdida
definitiva. Eso sera para mi infinitamente más destructor que las
lágrimas, los gritos agónicos de sufrimiento, las muestras visibles de
desesperación. Había algo aterrador en las flores marchitándose.
Secándose bajo el sol, o flotando sobre la lluvia. El tiempo
transcurriendo hacia el olvido.
Recuerdo haber pensado en todas
esas cosas, la tarde en que asistí al sepelio de ..... Traumatizado y
abrumado por su muerte, recuerdo haber mirado la placa conmemorativa sin
comprender que significaba. Leí su nombre y no lo reconocí. Vi a mi
madre llorando, en brazos de mi padre, y fue una escena lejana, que miré
entre brumas. Pero lo que me provocó nauseas de verdadera angustia, fue
sostener un crisantemo entre las manos. Bajo la lluvia. Los pétalos
rotos, húmedos. Cuando levanté los ojos y el cielo encapotado ondulo
sobre mi, comprendí todo lo que no había logrado digerir durante esos
dos días interminables: Abuela formaba parte del pasado. Viviría en mi
mente. Ya no formaba parte del tiempo, del que corre hacia adelante.
Sentí una frustración estremecedora, un hilo de sufrimiento helado que
me dejó sin voz. Comprendí entonces el motivo por el cual la gente
coloca lapidas y ramos frondosos de flores en las tumbas. Comprendí el
motivo de los rezos, de volver cada cierto tiempo a mirar el nombre de
quien amaste escrito sobre marmol. El consuelo de la ausencia,
comprender el vacio sin nombre de la muerte, ese que es irrecuperable.
Invencible. Que es mucho más real que las débiles promesas de cualquier
religión por la vida eterna y Paraísos extraordinarios. La muerte que es
un enorme silencio extiendose a todas partes a partir del dolor.
Pensé mucho en eso mientras recorría el Cementerio. Cámara en mano. La
única manera como podría soportar enfrentarme a mis miedos. La única
manera tolerable en que podría caminar por esa gran ciudad de la muerte -
porque eso es de hecho, el Cementerio Una extensa necropolis -
intentando asumir la idea de la ausencia de una forma totalmente nueva.
Mire las largas caminerias solitarias, arrasadas por un sentimiento tan
antiguo como la mente humana y al cual no pude darle nombre. Pero allí
estaba: en los ángeles extraordinarios veteados de Moho, alzando sus
alas rotas al cielo azul. O los Santos piadosos con las manos
extendidas, recibiendo al difundo que yace bajo sus pies. Sentí con
nitidez esa lucha contra lo definitivo ante un enorme Mausoleo, con su
bóveda ribeteada en pan de Oro y sus rejas de metal bruñido. Incluso lo
percibí con toda claridad frente a la tumba de la niña llamada Josefina.
Caminé temblando de miedo. Pero de pronto, el miedo se transformó en
algo más. Fotografiando, captando ese silencio destruido, esa lejanía
ausente de las palabras que dejaron de pronunciarse, de las historias
perdidas y rotas, comprendí que el corazón del hombre no comprende por
la muerte por su inocencia, por su necesidad insoportable de mirarse así
mismo como inmutable. De pie, frente a un hermosisimo ángel de alas
delicadas y manos extendidas, aprendí mucho más sobre la muerte que en
llanto de los deudos, y el temor de los que recuerdan.
Pensé en
esta otra ciudad, la de los muertos, de pie en la zona más alejada, con
las cientos de esculturas y cruces a mis pies. Pensé en esta otra
ciudad, donde habitan los olvidados. No en vano, el Cementerio ha sido
testigo de buena parte de su historia. Y ahora solo hay escombros, de
gran belleza por supuesto, pero escombros al fin. Quizás un bello
cadaver de un sueño de eternidad que nunca llegó a cumplirse. Y quizás,
no se cumpla jamás?
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