Le debo mucho a mis malos instintos. Tiendo a trasvasar mi rabia, por
ejemplo. El famoso caso del cabrón que le pega una patada al perro al
llegar a casa porque le ha ido mal en el trabajo o viceversa. Como me
parece algo especialmente innoble, me reprimo, a medias con la voluntad,
a medias con la inteligencia. Y por eso, porque estoy alerta y necesito
vigilarme, termino viendo en todos los que se cruzan conmigo una
maravillosa aura de inocencia, que es, por cierto, la que tienen, aunque
no lo saben y se me acercan a por lo suyo. Pero yo tengo que
reprimirme, de segundas, para que no se me salten las lágrimas de
ternura y atenderles sin demasiadas metafísicas. Y así vamos.
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