domingo, noviembre 05, 2017

Hace tres décadas no habría imaginado que algún día podría leer tan pocas novedades literarias como me sucede en este tiempo que avanza cada vez más de prisa. Se trata de un tiempo lineal y ordinario que corre como un velocista olímpico, pero que no parece dirigirse hacia una meta deseable. Hoy, más bien, releo a mis escritores o filósofos preferidos e intento comprender si, en verdad, tenían necesidad de escribir o si en su escritura había algo —un mensaje, una señal, un impulso— que estuviera destinado a afectarme sólo a mí. Es reconfortante pensar que ciertos libros fueron escritos exclusivamente para uno, pese a que ello sea tan sólo una ilusión. Ya sabemos que, por fortuna, no existe en la literatura de ficción un mensaje preciso o perfecto que descifrar y, por lo tanto, debemos trabajar un poco y hacer un esfuerzo para inventar un significado o un sentido a las palabras que leemos y escuchamos. “El lenguaje disfraza los pensamientos”, escribía Wittgenstein para quien el sentido de un escrito o un argumento no se hallaba en el método de su verificación, sino en su pluralidad y complejidad a la hora de encontrarle un significado.

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