Llamadme, si queréis, el zorro que ha perdido la cola; no soy sirviente de nadie
y he decidido vivir en las afueras de una aldea de montaña de Mallorca, católica
pero anticlerical, donde la vida se rige todavía por el viejo ciclo
agrícola. Sin mi cola, o sea, sin mi contacto con la civilización
urbana, todo lo que escribo se leerá perversa e impertinentemente por
aquellos de vosotros que estáis todavía engranados a la maquinaria
industrial, ya sea directamente, en calidad de obreros, administradores,
comerciantes o publicitarios, ya indirectamente, en calidad de
funcionarios públicos, editores, periodistas, maestros de escuela o
empleados de una empresa de radiodifusión. Si sois poetas, os daréis
cuenta de que la aceptación de mi tesis histórica os compromete a una
confesión de deslealtad que estaréis poco dispuestos a hacer; elegisteis
vuestros trabajos porque prometían proporcionaros un ingreso seguro y
la oportunidad de prestar a la Diosa que adoráis un valioso servicio a
tiempo parcial. Os preguntaréis quién soy yo para advertiros de que ella
exige un servicio de jornada completa o nada en absoluto. ¿Y acaso os
sugiero que renunciéis a vuestros trabajos y, por falta de capital
suficiente, os establezcáis como pequeños arrendatarios u os convirtáis
en pastores románticos —como hizo Don Quijote cuando no pudo ponerse de
acuerdo con el mundo moderno— en remotas granjas no mecanizadas? No, mi
falta de cola me impide hacer cualquier sugerencia práctica. Solo me
atrevo a hacer una exposición histórica del problema; cómo os las
arregláis con la Diosa, no es asunto mío. Ni siquiera sé si os tomáis en
serio la profesión de poeta.
Robert Graves, La Diosa Blanca
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