Desde el amanecer de la civilización hasta nuestros días, un interminable hilo conductor de dolor, soledad, desesperanza, auto despreció y agotamiento une a aquellos hombres y mujeres que, venciendo el instinto primario de conservación, se quitan la vida antes de llegar al fin natural de su existencia. Aunque el terror a la muerte es universal y nutre la necesidad humana de subsistir, es un hecho que en todas las culturas y pueblos un número relativamente constante de personas se matan intencionadamente. Según la Organización Mundial de la Salud, actualmente 1.200 hombres y mujeres se suicidan cada día en el mundo; por cada uno que se inmola 20 lo intentan sin éxito. La frecuencia del suicidio es tan previsible que algunos antropólogos sostienen que la inmolación del ser humano obedece al orden natural, al proceso evolutivo.
A pesar de siglos de reflexión y de los enormes avances que ha experimentado nuestro conocimiento sobre las motivaciones que guían el comportamiento de las personas, todavía es dificil explicar con certeza el suicidio, aunque este acto trágico supremo forma parte de la naturaleza humana tanto como el mismo deseo de vivir que parece negar. La razón más obvia de nuestra ignorancia es que no podemos examinar directamente la mente atormentada de los suicidas consumados. Dependemos exclusivamente de conjeturas retrospectivas de sus vidas pasadas. El suicidio está rodeado además de una espesa nube de tabú y superstición, y muy a menudo se esconde o se disimula, por lo que los datos oficiales no suelen reflejar toda la magnitud del problema.
A lo largo de la historia, el significado del suicidio ha variado considerablemente, dependiendo de los valores culturales del momento y, sobre todo, de la interpretación que se le ha dado a la vida y a la muerte. Cuando un antiguo egipcio se suicidaba, la muerte suponía el principio de su inmortalidad dichosa. Si el mismo individuo se hubiese inmolado durante la Grecia clásica o el Imperio Romano, su final habría sido celebrado como una demostración de sabiduría; o si, como tantos cristianos suicidas de la época, se hubiese enfrentado a sus perseguidores paganos, su martirio en el circo habría constituido el billete más rápido a la eterna felicidad. Igualmente, si este hombre hubiera optado por abrirse las entrañas según el rito del haraquiri en el Japón feudal, habría sido alabado como un samurai de honor y de principios.
Por el contrario, si este egipcio del pasado se hubiera autodestruido en una cultura imbuida por el cristianismo, como la Francia del siglo XVII, su cadáver habría sido arrastrado por las calles, colgado cabeza abajo a la vista pública para después ser arrojado a la pila de basura común. Mientras que si el acto final hubiese ocurrido en la Inglaterra de la misma época le habrían confiscado sus propiedades y después de atravesarle el corazón con una estaca se le habría enterrado en un cruce de caminos.
En 1897, el sociólogo francés Emile Durkheim pretendió derribar las barreras de indignación moral en tomo al suicidio al considerarlo un hecho social cuya incidencia responde al grado de desintegración social. A pesar de ésta y otras muchas explicaciones posteriores, aún no sabemos con seguridad por qué el índice de suicidios en Hungría es 20 veces más alto que en México, en Copenhague es el triple que en Nueva York, y en España se ha duplicado en la última década. Tampoco entendemos por qué en Estados Unidos los blancos se suicidan más que los negros, los ricos más que los pobres, o los lunes de primavera son los días más fatídicos.
En el fondo, la mayor incógnita es que, bajo las mismas condiciones sociales, unas personas se quiten la vida y otras no. En este sentido, a pesar de que la mitología clásica rebosa de inmolaciones femeninas -Yocasta se ahorcó al descubrir que se había casado con su hijo Edipo, Leukakas se arrojó al mar para evitar que Apolo la violara y Dido se apuñaló ante la pérdida de su amante-, la evidencia estadística general de muestra contundentemente que la incidencia del suicidio entre las mujeres es tres veces menor que en los hombres. Este hecho quizá se explique por la legendaria misión de la mujer como protectora de la sustentación de la vida, o su profunda antipatía hacia la violencia.
A simple vista, el suicidio parece un desprecio a las leyes de la naturaleza, un insulto supremo a la solidaridad humana, aunque con frecuencia es el recurso más desesperado y patético de la locura. Hoy sabemos que bastantes suicidios se deben a depresiones profundas producidas por alteraciones biológicas cerebrales relacionadas con niveles bajos de ciertas sustancias transmisoras de impulsos nerviosos, como la serotonina. Estos trastornos son reversibles con medicamentos. La tragedia de estos casos es que el doliente no reciba el debido tratamiento curativo. Para los psicoanalistas, el suicidio es una especie de autoasesinato, un homicidio invertido en el que el odio dirigido a otra persona es desviado hacia uno mismo. Sigmund Freud consideró en 1913 que "el impulso suicida es siempre un autocastigo por el deseo de matar a otro". Otras fuerzas de autodestrucción incluyen el afán de venganza, la necesidad de escapar de una humillación, el deseo de expiar una culpa, el anhelo de unirse con alguien querido ya muerto, o el ansia de una nueva vida. Para alcanzar estas metas, unos se arrojan desde las alturas, se pegan un tiro, se ahorcan o se envenenan. Otros se inmolan escalando montañas o buscando experiencias peligrosas. También hay quien simula accidentes o provoca a alguien para que actúe de verdugo.
Al igual que Demóstenes, Sócrates, Cleopatra, Séneca y otros grandes suicidas de la historia, en la Norteamérica de hoy y de ayer existe un panteón mítico dedicado a Ernest Hemingway, Marilyn Monroe, Judy Garland, Elvis Presley y Kurt Cobain, todos muertos de sobredosis de drogas y de fama. Todos con sus vidas marcadas casi tanto por su trágico final como por el impacto de su obra. Pero igualmente existen millones de suicidas anónimos que ni las autoridades ni las estadísticas aceptan como tales porque la muerte es emocional y no física. Me refiero a las amas de casa paralizadas en su infelicidad, a los burócratas aburridos, a las parejas en bancarrota afectiva, a los narcisistas ensimismados, a los alcohólicos disimulados, a los adolescentes drogadictos, a las anoréxicas enajenadas y a quienes viven aletargados, sumergidos en el cinismo, la desidia y la rutina.
El suicidio es la muerte más cruel para los que se quedan detrás. A través de los tiempos, una línea imborrable de culpabilidad, pena, traición, desconcierto y desolación ha vinculado a los supervivientes. Al pasar, los suicidas dejan sin querer un rastro denso y contagioso de nulidad. Su acto privado de negación conmueve nuestro frágil sentido de la existencia y nos hace sentirnos más indefensos ante la nada. Alguien ha dicho que quienes se quitan la vida no cumplen con las reglas del juego, se van de la fiesta demasiado pronto y dejan al resto de los invitados penosamente incómodos.
En el fondo, los vacíos que dejan los seres cercanos que se mueren definen quiénes somos los que nos quedamos. Con el tiempo, los paisajes de nuestras vidas se llenan de cráteres, como la superficie de la Luna; pero el cráter que causa el suicidio es doblemente profundo, es más doloroso aún que la muerte natural de la persona querida. De hecho, son muchos los que no logran superar la inmolación de un allegado, y aunque paulatinamente sus vidas vuelven a la normalidad, la normalidad es ahora diferente. Pienso que la razón principal es que no encuentran la respuesta al porqué, nunca logran la explicación última de lo ocurrido. Pues la lógica del suicidio es como el argumento indescifrable de una pesadilla: un enigma.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario