Nadie antes de Wagner se había atrevido a concebir duraciones musicales
tan largas, que exigieran una atención tan sin descanso: sin duda ese
ejemplo confortaba a Proust cuando veía cómo su novela se iba
ensanchando y prolongando mucho más allá de lo que él habría podido
imaginar al principio, más que ninguna otra novela. Pero en esa
extensión no habría ni una sola zona de vaguedad ni de autoindulgencia,
ningún elemento que no ocupara un lugar necesario y orgánico en el gran
proyecto general, en el fondo tan austero comoTristán e Isolda, Parsifal
o El anillo. El Wagner de la madurez o el Beethoven viejo habían
exigido una nueva forma de escuchar la música: él, Proust, exigiría un
nuevo tipo de lector. Nadie ha pedido tanto, nadie ha dado tanto a
cambio.
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