Cuando en la épica o en los cantares de gesta se filtra un rayo lírico, qué luz, y cómo esta alumba las adustas sombras de lo macizo y férreo. Por ejemplo, en ese pasaje del Poema del Cid que tan hermosamente recreó Manuel Machado en su "Castilla". Con selección de Abelardo Linares y prólogo (un texto recuperado de 1985) de Felipe Benítez Reyes, Renacimiento acaba de publicar una antología del sevillano. En sus páginas 32-33, esa emoción que formaba parte de Alma, libro compuesto por textos escritos entre 1898 y 1900.
Debe de ser de lo más antiguo que recuerdo del libro de lectura del colegio, y la que ahora sigue siendo niña -qué don, el de la poesía, que no le ha salido una sola cana- en aquel tiempo era, pálida y de ojos azules, mi coetánea. Pide al Campeador que por piedad siga su camino, que el rey castigará a su familia si se queda. Y lo hace con palabras que no quiero glosar por no empobrecerlas, resumidas en ese "¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!". Releyendo ahora el poema, las dos últimas estrofas me dejan otra vez y por un instante con nueve años en la Aneja, barrio de Nervión de Sevilla, descubriendo los placeres de leer:
Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: "¡En marcha!".
El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
Casi tres lustros después -y la niña igual de joven y desamparada- me llegó un eco del mismo episodio en el Canto III de Ezra Pound, quien en 1906 estuvo en España y pasó por Medinaceli. Conocedor del viejo poema castellano (no sé si del de Machado), Pound nos pinta lo sucedido, y hace que "una niña de nueve años" (así en español entre los versos en lengua inglesa) le muestre al Cid el edicto del rey prohibiendo que se le socorra.
Eugenio Montes recordaba cómo en Italia, ya muy viejo Pound, este le preguntó: "¿Cantan aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli?" Lo que yo oigo ahora, viniendo del hontanar profundo de la memoria más que de la página, son los versos de Machado bajo el sol ya de mediodía, ahora que me interno por mi tarde.
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: "¡En marcha!".
El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
Casi tres lustros después -y la niña igual de joven y desamparada- me llegó un eco del mismo episodio en el Canto III de Ezra Pound, quien en 1906 estuvo en España y pasó por Medinaceli. Conocedor del viejo poema castellano (no sé si del de Machado), Pound nos pinta lo sucedido, y hace que "una niña de nueve años" (así en español entre los versos en lengua inglesa) le muestre al Cid el edicto del rey prohibiendo que se le socorra.
Eugenio Montes recordaba cómo en Italia, ya muy viejo Pound, este le preguntó: "¿Cantan aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli?" Lo que yo oigo ahora, viniendo del hontanar profundo de la memoria más que de la página, son los versos de Machado bajo el sol ya de mediodía, ahora que me interno por mi tarde.
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