Voto por el suicidio
1. Dicen que hay algo romántico en perder, en contemplar el abismo y cuando el abismo nos contempla dejarnos al fin caer; si así fuera, nada más heroico que el suicidio: último lance al abismo de un cuerpo que ha caído ya todas las escaleras. Esto, lamentablemente, no siempre es cierto. Los cursis dicen que el suicidio es una cobardía. Esto, afortunadamente, no es cierto nunca. El suicidio es un acto extremo de libertad: condenados a vivir, la única elección real que nos queda es la muerte, libre albedrío que es una carcajada en la jeta de quienes nos aman, dicen que nos aman, nos odian o dicen que nos odian. Pero, aunque en cada suicidio hay un punto nigérrimo, una desesperación, no todos son iguales, no tienen la misma dignidad. Luis Antonio de Villena ve tres ruedas del suicidio: en la más baja, al ras del suelo, están quienes se suicidan por desesperación: contrariados por una deuda o por un amor desgraciado. Ellos acaso no merecen la muerte porque aman la vida tal cual es. Julieta, que fingió su deceso, ha de suicidarse porque eso ha hecho Romeo: un detalle meramente escandaloso, aunque empape el momento de palabras bellísimas (O happy dagger, here rust in me!); Cleómbotro se lanzó de una muralla nomás haber leído el Fedón: así lo escribió Calímaco:
una obra sola de Platón que leyó, la que trata del alma.
Flotando sobre esta rueda está la de los estoicos y aquellos a quienes obliga el honor: los muchos espadachines del “cuento” de Borges en Historia universal de la infamia, por ejemplo, o los samuráis abandonados de su amo. En la más alta rueda están los enamorados de la muerte, quienes la seducen, se la sientan en las piernas, se la fajan hasta que hay que penetrarla por todos los orificios que tiene. ¿No escribió el amado Cernuda que
la muerte únicamente puede hacer resonar la melodía prometida?
Hay una encantadora oración de La Rochelle, citada en Antibárbaros, que bien puede ser un espejo de esta rueda: “Me gustaría entrar en la noche que no es la noche, en la noche sin estrellas, en la noche sin dioses, en la noche que nunca ha soñado con el día, en la noche inmóvil, muda, intacta, en la noche que nunca ha sido y que no será jamás. Amén.”
2. En un episodio suicida, internado en el manicomio, Jorge Cuesta se cortó los güevos. El acto es estruendoso, bellísimo y terrible. Son también muy bellas aquellas líneas de Opto por el suicidio:
Aún no es el momento si la piel de tus dedos
se deleita con la voz o el escalpelo de Lucano.
Será el día más allá de todo eso. Sin gestos
ni teatro meditado. Una tarde imposible para todo.
Acaso es mi imaginación, pero yo temo algo suicida y delicioso en Nocturno muerto de Villaurrutia:
Primero un aire tibio y lento que me ciña
como la venda al brazo enfermo de un enfermo
y que me invada luego como el silencio frío
al cuerpo desvalido y muerto de algún muerto.
Pero mi poema favorito sobre el suicidio está en Birthday letters, que Ted Hughes dedicó a Sylvia Plath, su mujer, suicida. Su título es Red. Dice Hughes: tu color era el rojo, cuando pudiste volviste el cuarto rojo: a judgment chamber; la alfombra era de sangre, las cortinas: ruby corduroy blood: cascadas de sangre del techo al suelo. Igual los cojines. Todo rojo but, aclara en la última línea, the jewel you lost was blue. Azul era la joya que perdiste.
3. Para salvar a la humanidad y a esta pobre tierra que está en las últimas, sólo hace falta el suicidio de seis personas: yo, tú, él, nosotros, ustedes y ellos.
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