En el tercer día de la Creación el principal arcángel de Dios, un
querubín llamado Lucifer, hijo de la Aurora ("Helel ben Shahar") se
paseaba por Edén entre joyas centelleantes, su cuerpo resplandeciente
con cornalinas, esmeraldas, diamantes, berilos, ónice, jaspe, zafiro y
carbunclo, todo engarzado en el oro más puro. Pues durante un tiempo
Lucifer, a quien Dios había designado Guardián de todas las Naciones, se
comportó discretamente, pero pronto el orgullo le hizo perder la
cabeza. "Subiré a los cielos —dijo—, en lo alto, sobre las estrellas de
Dios, elevaré mi trono, me instalaré en el monte santo, en las
profundidades del aquilón. Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré
igual al Altísimo." Dios, observando las ambiciones de Lucifer, lo
arrojó de Edén a la Tierra, y de la Tierra al Seol. Lucifer brilló como
el relámpago al caer, pero quedó reducido a cenizas; y ahora su espíritu
revolotea a ciegas sin cesar por la oscuridad profunda del Abismo sin
Fondo.
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