Desde hace tiempo me cuesta dejar las puertas abiertas. Mi casa no es ya como antes, tengo que cerrar
todas las puertas, cortar ese vacío cómplice en partes más pequeñas, distribuirlo por toda la casa. La soledad pesa más
en espacios abiertos. Salgo al mundo, una mirada esquiva, un caminar a paso de reloj adelantado, un saludo suspendido
en un amago de adiós. Coches, tiendas, parques, máquinas que bostezan al amanecer, una naturaleza casi muerta y
los días tropezando unos con otros. Pasear es dejarse llevar por la marea, navegar por las aceras sin rumbo fijo,
mantenerse a flote en la superficie del tráfico. La ciudad oculta afilados recuerdos que el tiempo había oxidado,
hojas en blanco de blanco temor que nunca pude rellenar y un frío desalojado de años perdidos. Restos de un naufragio
apenas percibido. Una a una, abro todas las puertas en busca de esa voz de mes de septiembre que siempre habla al otro
lado y que nunca encuentro. Ya no cierro las puertas, ni me encierro al vacío en las habitaciones cómplices y la soledad
pesa igualmente en espacios no tan abiertos. Basta con cerrar los ojos.
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